Cuando K., el personaje de Franz Kafka, llega a trabajar como topógrafo para el Estado, imagina que el Castillo en el que se asienta su poder debe ser señorial y majestuoso. Pero no lo ve, “mira a las alturas que parecen vacías”. Finalmente, el hueco de la nieve se disipa y K., lo puede ver, pero no le parece más que un caserío de dos pisos; “un villorrio miserable”.
El poder, sin embargo, está presente desde que pregunta por su contrato del que nadie sabe y todo mundo sospecha. Él, que vive “en el destierro de estar afuera de todo asunto público”, es visto por los aldeanos como un vagabundo –lleva sólo un jergón que usa como almohada y una vara para medir– cuyas intenciones no son transparentes y, también, como un niño que “entiende todo al revés”.