El 26 de febrero de 2015 un grupo de sicarios del Cártel de Sinaloa mató a Benjamín Sánchez, un adolescente de 18 años, por negarse a trabajar para ellos. Un mes después, su padre, Cruz Sánchez, regresaba del Ministerio Público de Ciudad Cuauhtémoc sin respuestas sobre el asesinato de su hijo, cuando recibió la llamada de un amigo: los mismos delincuentes que habían disparado a Benjamín lo esperaban en el camino. Cruz, un hombre alto que lleva sombrero hasta en la noche, se bajó de su camioneta y caminó durante ocho horas por las barrancas de la Sierra Tarahumara, en el estado de Chihuahua. Logró evadir el retén y llegar a su comunidad, El Manzano. Pero tres días después aquellos que lo esperaban aparecieron en su pueblo.
Era cerca del mediodía. Otros dos hijos de Sánchez caminaban hacia una tienda para comprar víveres cuando escucharon "¡Que los acaben!": un grupo armado los había rodeado. Los dos chicos se refugiaron en casa de una pariente. Agarraron unos rifles — en la sierra es costumbre guardar un calibre 22 para repeler a los coyotes — y se defendieron. "Si no nos defendemos nos hubieran acabado", recuerda Cruz Sánchez, que durante el enfrentamiento estaba en casa de su madre y avisó a varios contactos en la capital del estado para que pidieran auxilio a las autoridades. El tiroteo se prolongó durante siete horas. Murió un sicario y uno de sus hijos recibió tres balazos. Al anochecer, llegaron los militares. Toda la familia abandonó la comunidad.
Desde aquel 29 de marzo, Sánchez sólo ha vuelto una vez. Pidió escolta policial para ir a buscar algunas de sus pertenencias. No había nada que recoger.
'Yo creo que lo más grave es lo que está pasando con el robo de tierras para la siembra'.
El Manzano, un pequeño poblado en el que vivían unas 34 familias, el 90% de la etnia rarámuri, está situado en el sur de la sierra de Chihuahua, una de las principales regiones de producción de marihuana y amapola de México. En este estado, fronterizo con Estados Unidos, los cultivos ilícitos se plantan desde hace décadas, pero según cuentan en anonimato dos hombres recientemente desplazados de El Manzano, los negocios del narcotráfico no interferían en la vida de la comunidad. Los indígenas podían dedicarse sin temor a la agricultura y a la ganadería. En las fiestas como Semana Santa, se reunían en su centro ceremonial. Conmemoraban la pasión de Cristo al tiempo que mantenían viva su tradición: según la cosmovisión tarahumara las fiestas sirven para curar, restablecer el orden y alejar el caos.
Hace dos años esa rutina cambió. Algunos líderes comunales fueron reclutados por el crimen y la vida comunitaria se rompió. Los cultivos de maíz dieron paso a los de amapola. Los habitantes dejaron de reunirse y se refugiaron en sus ranchos. Los sicarios se convirtieron en una presencia cotidiana.
"Querían que trabajaran para ellos en los cultivos y que se integraran a su grupo para controlar la región. A casi toda la gente la ponen a trabajar en sus propias tierras. Ese bando controla varios municipios. Son gente de debajo de Sinaloa", afirma Sánchez, quien por seguridad vive desde hace un año en la ciudad de Chihuahua, la capital del estado del mismo nombre.
Desde que Sánchez huyó, El Manzano se fue despoblando. En marzo pasado un grupo de sicarios allanó otra vez el pueblo para despojar de sus tierras a los pocos que permanecían allí a pesar del miedo. La última familia se escondió tres días entre los pinos de las barrancas con los animales salvajes. Desde la distancia vieron desaparecer su comunidad. Les robaron el ganado, después la ropa, la comida, les quemaron su rancho. A éstos sólo les quedaban tres opciones: cultivar amapola, morir o escapar. Con su huida no quedó ya nadie a quién amenazar.
Los municipios de Urique, Chinípas y Valle de Juárez los más afectados por los desplazamientos forzados. (Imagen por Nadia del Pozo/VICE News).
Los capturan, los llevan a la fuerza y nunca les pagan
En la sierra Tarahumara vive el 90% de la población indígena de Chihuahua [104.014, la gran mayoría rarámuris]. Es un lugar inmenso, con varias barrancas más profundas que el Gran Cañón de Colorado, pero desde hace ocho años, después de que el gobierno de Felipe Calderón declaró la guerra contra el narcotráfico, sus indígenas están cada vez más acorralados.
Los retenes del narcotráfico son visibles en los cruces de camino, donde acaba el pavimento y empieza la terracería. En muchos lugares los habitantes se han autoimpuesto un toque de queda a las seis de la tarde. En la trocha que lleva a la comunidad de Samachique se ve el rastro de coches quemados. Algunos lugareños dicen que hubo una batalla campal el año pasado, que se enfrentaron unas 50 personas y que nunca se investigó. Pero, en general, no dicen mucho. El miedo los tiene atenazados.
Uno de los poco rarámuris que se atreve a hablar, aunque desde el ineludible anonimato, cuenta que el día antes de nuestra conversación un conocido llegó a su casa, medio desnutrido. Se había escapado en la noche de un plantío de amapola. "Ahorita están plantando de las cosas que siembran y por eso necesitan mucha gente. Van por la comunidad, los llevan a la fuerza. Nunca les pagan", denuncia. El año pasado lo intentaron reclutar, pero logró escapar. Antes de regresar a su comunidad, Munerachi, en el interior de la sierra, trabajó durante meses en la pizca de manzana en otras zonas del estado.
"Lo que está sucediendo es que los cárteles se multiplican. Son dos [Sinaloa y Juárez] pero se atomizan y están en todos lados. Empieza a haber más armas, más droga y la siembra de estupefacientes no para. ¿Cuál combate al narcotráfico? Todo esto se hace a la luz del día con presencia policiaca y del Ejército. No puedes tú imaginar que no haya colusión con tanta impunidad", sostiene Isela González, directora de Alianza Sierra Madre, una ONG que defiende el derecho al territorio de los indígenas.
'¿Cuál combate al narcotráfico? Todo esto se hace a la luz del día con presencia policiaca y del Ejército'.
Después de casi dos décadas trabajando con las comunidades, González ha sido amenazada de muerte y desde hace dos años no puede regresar a la sierra. Cuando en 2013 comenzaron a hostigarla en Guadalupe y Calvo, el municipio en el que trabajaba, la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes era de 164, según el Observatorio Ciudadano de la Violencia, más del doble que la tasa combinada de Juárez y Chihuahua, las dos principales ciudades del estado.
Incluso organismos oficiales, como la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), tienen que pedir permiso para visitar las comunidades. "Por lo regular todos quieren combustible. Si le piden un bote dele dos. Si no se meten conmigo yo tampoco tengo nada que ver con ellos. Ellos saben todo", dice un trabajador del CDI que pide el anonimato por miedo a represalias.
El hombre cuenta que en los últimos tiempos ha visto a jóvenes, casi niños, con cuernos de chivo más grandes que ellos o a otros que portaban tres armas. Muchos de los que salen a la ciudad, regresan a su comunidad sin querer hablar su lengua y con un celular en el que escuchan narcocorridos. El consumo de droga, algo impensable hace años, también se ha extendido, sobre todo de marihuana, cocaína y crack. Con el paso bloqueado para las ONGs, y las dificultades que enfrentan los organismos oficiales, la presencia más cotidiana en las comunidades es la del crimen.
Javier Ávila 'Padre Pato', sacerdote y activista, ha vivido en la Sierra Tarahumara durante 41 años.(Imagen por Felipe Luna/VICE News).
En febrero pasado, Amnistía Internacional denunció que hay unas 1.689 personas desaparecidas en el estado. Tan solo en el municipio de Cuauhtémoc, el gobierno reporta 351 casos, síntoma de una epidemia de desapariciones en la región. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos denunció en octubre del año pasado que entre 2009 y 2015 hubo al menos 1.908 casos de desplazamiento forzado producto de la violencia, siendo los municipios de Urique, Chinípas y Valle de Juárez los más afectados. A pesar de las denuncias, el gobernador de Chihuahua, César Duarte, niega que existan focos rojos de violencia. La vida en la sierra, no obstante, se ha degradado.
"Yo creo que lo más grave es lo que está pasando con el robo de tierras para la siembra. Incluso el reclutamiento forzado de jóvenes. Una de dos: o los matan o tienen que desaparecerse", dice Javier Ávila, más conocido como el padre 'Pato', un sacerdote y activista social que lleva viviendo 41 años en la Sierra Tarahumara.
'Imagínate a familiares de 13 muertos. Había masa encefálica en el suelo, uno con el vientre abierto'.
En su oficina, en el centro de Creel, la ciudad que sirve como puerta de entrada a la sierra, cuenta que en 2008 los creelenses comenzaron a hacer parada obligada en San Juanito, un pequeño pueblo vecino a 32 kilómetros. Un grupo de jóvenes había impuesto un retén. Bajaban a la gente de sus camionetas y les preguntaban hacia dónde iban, a qué se dedicaban. En las conversaciones de café se empezó a hacer cada vez más presente un nombre: La Línea. Poco después sabrían que La Línea era parte del Cártel de Juárez.
El 16 de agosto de ese año un comando armado llegó a Creel y asesinó a 13 personas, entre ellas un bebé de un año. "En la matanza, cuando yo llegué, había una patrulla de tránsito y enseguida se fue. Imagínate a familiares de 13 muertos. Había masa encefálica en el suelo, uno con el vientre abierto. Después de muchas horas los policías vienen de Cuauhtémoc. Dicen que estaba lloviendo y no podían pasar", dice el padre 'Pato' frente a una pared repleta cruces que le han regalado a lo largo de los años.
En el lugar donde ocurrió la masacre, conocido hoy como Plaza de la Paz, se erige un monumento en memoria de los muertos. En la placa se lee: "Porque el hombre es capaz de las peores atrocidades y no podemos permitir que se borre la historia ni se pierda la memoria". La plaza también es un símbolo de que Creel, centro turístico para los visitantes de las Barrancas del Cobre, es la frontera entre los dominios del Cártel de Juárez y el de Sinaloa.
'Quítate tú para ponerme yo, y si no, te mato'
El 29 de marzo del año pasado, cuando bajaba escoltado por los militares las 15 horas que separan a El Manzano de la ciudad de Chihuahua, a Cruz Sánchez le habían quitado a un hijo, herido a otro y quemado su rancho y sus pertenencias. No le quedaba nada allí, ni siquiera una identificación. Pero ya desde aquel momento sólo pensaba en regresar.
Sánchez ha intentado reproducir la red de cooperación que tenía en la sierra y ha formado bolsas de trabajo, aunque nunca se adaptará del todo al estilo de vida urbano. "Es que se extraña todo. Ahí nacimos, de ahí son nuestros padres, nuestros abuelos. Ahorita nos quedamos sin nada", comenta. Cuando una comunidad indígena es desplazada, no sólo pierde la tierra y sus lugares sagrados, sino un modo de situarse en el mundo.
La realidad en la sierra es tan excepcional que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos cambió su rutina de pedir medidas cautelares para un individuo y, en el caso de El Manzano, lo extendió a toda la comunidad. "Lo que se está viviendo en la sierra es una invasión y un desplazamiento masivo. Es un quítate tú para ponerme yo, y si no te quitas, te mato. Hay una convivencia de todos con todos (crimen y autoridades) y lo que menos importa es el ciudadano", dice Alma Chacón, integrante de Contec, una asociación que nació como consultoría técnica para la agricultura y se convirtió en defensora de los derechos humanos por las constantes violaciones que sufren los habitantes de la sierra.
Los desplazados siguen llegando. En marzo pasado, unas 26 familias del municipio de Bocoyna huyeron a Chihuahua. En septiembre del año anterior, más de 300 familias abandonaron su pueblo en Chinípas por las amenazas del narco. El Centro de Derechos Humanos de las Mujeres, que ha apoyado a los desplazados en la región, reporta que por lo menos unas 200 familias en la capital del estado han pedido apoyo para regresar a sus comunidades.
La Comisión de Derechos Humanos de Chihuahua, a cargo de José Luis Armendáriz, sin embargo, sostuvo el pasado marzo que no tienen ningún tipo de denuncia sobre los desplazamientos. "Nos han comentado que si estamos fuera nos quieren quitar los derechos ejidales. Está canijo. Estamos perdiendo cada vez más todo. Toda la cuestión forestal también la opera ese grupo [el Cártel de Sinaloa]. La gente tiene miedo a hablar. Ahorita ellos [el crimen organizado] tienen el control de todo", dice Sánchez. El Manzano, ahora en manos de la mafia, es una de las principales zonas de producción de madera de la sierra.
La familia de Sánchez y la de los otros dos desplazados, más de 50 personas, viven de las medidas cautelares de la Secretaría de Gobernación, que les da derecho a vivienda, escolaridad y una despensa. La parte humanitaria es la que suele funcionar en estos casos, explica Chacón, pero denuncia la parálisis de las autoridades a la hora de investigar o actuar contra el crimen. Se ha cumplido un año del allanamiento que lo expulsó de su tierra y Sánchez no sabe cuántas veces le ha pedido a las autoridades que arresten a los traficantes y erradiquen la amapola para volver a plantar maíz. Sólo ha obtenido promesas vacías. La carpeta de investigación del asesinato de Benjamín sigue con el mismo grosor. Desde el día en que una llamada le salvó la vida a Sánchez no hay ninguna novedad.
A pesar de todo, sigue planeando un retorno improbable: "En las policías estatales ya no hay confianza. En el Ejército tampoco tanto, pero se puede confiar un poco más siempre que sea rotativo. Sabemos que cada vez somos más los desplazados. Si el gobierno no puede, de quién esperamos. Otra cosa es la comunidad, hacer algo... Ya hemos insistido mucho tiempo".
Fuente: Vice News
Autor: Dromómanos
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