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La Suprema Corte puede dejar impune la matanza de San Fernando

El miércoles 20 la Suprema Corte debe responder al amparo interpuesto por la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho contra la CNDH, por el desaseo con el que se elaboró en diciembre de 2013 la recomendación del ómbudsman nacional sobre la matanza de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas. Según el ministro Fernando Franco, quien lleva el juicio, el amparo no procede, pues, arguye, la Comisión es autónoma. Quienes lo promueven insisten: si se les niega el amparo habrá un grave retroceso en materia de derechos humanos, por lo que llevarán el caso a instancias internacionales.



CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La matanza de migrantes en San Fernando, Tamaulipas, hace siete años, está lejos de ser esclarecida. La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) se apresta para negar un amparo a familiares de las víctimas que buscan una nueva investigación ante las deficiencias de la realizada por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).

"Violaciones graves" en San Fernando, concluye CNDH

Ciudad de México. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) recalificó su conclusión sobre el secuestro y matanza de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, que se develó en agosto de 2010, y subrayó que esos hechos constituyen "violaciones graves" a derechos humanos.

"A pesar de tratarse de un asunto concluido que se encuentra en fase de cumplimiento, y que de origen no fue calificado como violaciones graves, atendiendo el principio de máxima publicidad y el interés de la sociedad en conocer la verdad de los hechos, se determinó recalificar los hechos que contiene el expediente como relacionados con violaciones graves”, informó esta mañana el organismo nacional presidido por Luis Raúl González Pérez.

A 5 años de la masacre en San Fernando, las desapariciones siguen en los caminos de Tamaulipas

Tras la masacre de 72 migrantes, San Fernando se posicionó en el ojo internacional, pese a los operativos de seguridad federales, las desapariciones y secuestros continuaron. Estas son sus historias.

A pesar de que el municipio de San Fernando, Tamaulipas, estuvo ocupado por fuerzas federales y era foco de atención internacional por los escándalos suscitados a partir de la masacre de 72 migrantes en agosto de 2010 y siete meses después del hallazgo de 47 fosas clandestinas con 196 cadáveres de viajeros asesinados por Los Zetas, las desapariciones de personas continuaron.

Las carreteras no dejaron de ser peligrosas: la captura, retención y desaparición de pasajeros no cesaron pese a que la Marina y el Ejército, así como funcionarios de la PGR tenían presencia en la zona debido al levantamiento de los cadáveres.

Evidencia de ello son los casos de Josué Axel y Natanael Arturo Román García, hermanos de 21 y 35 años, quienes fueron secuestrados en un restaurante al pie de la carretera 101, dos días después de la masacre de 72 migrantes ocurrida en el rancho El Huizachal.

Los amigos Daniel Galindo Acosta y Karla Cruz García desaparecieron entre el 20 y 21 de abril de 2011, cuando pasaban por ese municipio con rumbo a Poza Rica, Veracruz, a pesar de que en ese momento el Ejército realizaba las exhumaciones de las fosas clandestinas y la Marina hacía patrullajes.

Las autoridades nunca alertaron sobre el peligroso recorrido, a pesar de las denuncias acumuladas por desapariciones. Los autobuses de pasajeros comerciales tampoco dejaron de vender boletos.

Las intercepciones en las carreteras y la captura de los viajeros se extendieron incluso a otros municipios y estados controlados por Los Zetas.

El guanajuatense Santiago Vázquez García, proveniente de Los Mezquites, Celaya, es otra de las víctimas. Él salió con un amigo, llamado Juan Carlos, el 14 de septiembre de 2011, con destino a Monterrey, Nuevo León, con el fin de tratar de cruzar a Estados Unidos. Pero un día después fueron secuestrados en General Treviño, Nuevo León: zona Zeta, al igual que San Fernando.

En el año 2011 fueron asesinados sin piedad, o capturados y enviados a campamentos, decenas de viajeros que se trasladaban en autos particulares o autobuses por Tamaulipas o Nuevo León.

Estas son tres historias de mexicanos desaparecidos en esos trayectos. Sus familias siguen buscándolos.

Arturo y Axel Román: dos hermanos desaparecidos en San Fernando 

Cuando cerraron la puerta de la cajuela, Axel atinó a mandar un mensaje: “Nos acaban de secuestrar en San Fernando, no hagas nada, si llega a pasar algo solo avísale a mis papás. Gracias, los quiero. A mi me metieron a la cajuela, no me marques ni nada”.


Era la noche del 25 de agosto de 2010. Los hermanos Axel y Arturo Román, de 21 y 35 años, habían viajado desde la Ciudad de México a la frontera con Estados Unidos y comenzaron el regreso a casa. Arturo solía hacer estos viajes desde hacía más de 10 años para comprar y vender patinetas en los tianguis de la capital.

Don Arturo Román, padre de los jóvenes, los esperaba por la mañana del día 26. Como no llegaron, comenzó su búsqueda y el amigo le avisó del mensaje. De inmediato tomó un vuelo para indagar sobre su paradero.

Llegó a Reynosa y condujo hasta San Fernando. No encontró policías en la oficina para pedir auxilio. Tampoco había instalaciones de Servicio Médico Forense en el municipio. Entonces acudió a las cuatro funerarias que había y rogó para que le permitieran ver los cadáveres. En una de ellas encontró los cuerpos apilados en el piso espolvoreados con cal, lo cual daña los restos para identificaciones genéticas. Ninguno de los cuerpos pertenecía a sus hijos.


Después, don Román acudió al restaurante Don Pedro, de donde le llamaron sus hijos por última vez. Ahí supo que llegaron la noche del 25 de agosto a cenar carne asada y, cuando esperaban los platillos, llegó un grupo de  hombres armados a bordo de una camioneta negra y un automóvil gris y se los llevaron. A Arturo lo subieron a la camioneta, a Axel a la cajuela del automóvil. Antes de partir, uno de los delincuentes se llevó la camioneta Gran Caravan donde los hermanos viajaban.
Señor, no le mueva. Mire, ¿ve ese helicóptero sobrevolando ahí? Es un campamento Zeta, pero quien se meta ahí, de ahí no sale, entonces no le mueva.
El restaurante donde secuestraron a sus hijos está ubicado en el libramiento de San Fernando, a menos de 500 metros del cuartel de la Policía Federal, pero nadie los auxilió.


Con esa reconstrucción, don Román se dirigió a la oficina de la Procuraduría estatal en San Fernando, pero no pudo denunciar el secuestro de sus hijos, porque el ministerio público Roberto Jaime Suárez había sido desaparecido por encabezar la investigación de la masacre de 72 migrantes, ocurrida 3 días antes, también en San Fernando. El funcionario apareció muerto en la semana siguiente.

Don Román tuvo que conducir 130 kilómetros hasta Matamoros para poner la denuncia penal, cuyo expediente terminó de vuelta en San Fernando, empolvándose.

Desesperado, sin encontrar apoyo en ninguna parte, acudió ante un retén de marinos, quienes le dijeron: “Señor, no le mueva. Mire, ¿ve ese helicóptero sobrevolando ahí? Es un campamento Zeta, pero quien se meta ahí, de ahí no sale, entonces no le mueva. Aquí no puede hacer nada y está haciendo muchas preguntas, mejor sálgase porque lo van a matar, aquí está la plaza muy caliente ahorita”.

En abril de 2011, cuando se descubrieron las 47 fosas clandestinas con 193 cadáveres en su interior, don Román viajó de nuevo a San Fernando para buscar alguna pista de sus hijos. Con otros cientos de familias reclamó al Servicio Médico Forense de Matamoros ver los cadáveres, pero solo pudo acceder a las fotografías. Durante más de dos horas observó detenidamente cerca de 200 fotos. No reconoció a sus hijos.


Las autoridades le tomaron pruebas de ADN, pero a la fecha, casi cinco años después, no le han dado respuesta alguna.



Daniel y Karla: desaparecidos a pesar de la Marina

Los veracruzanos Daniel Galindo Acosta y su excuñada Karla Cruz García vivían en Reynosa, Tamaulipas. Querían pasar las vacaciones de Semana Santa con sus familias en Poza Rica, Veracruz, así que se organizaron para irse juntos.

Planeaban un viaje tranquilo: a temprana hora del miércoles 20 de abril Karla metió a la agencia el automóvil Avenger, en el que siempre viajaban, para no tener complicaciones mecánicas. Daniel le avisó a su familia que saldrían la mañana del jueves para no tomar la carretera de noche, debido a la inseguridad; sin embargo, ese mismo miércoles les entregaron el auto, terminaron unos pendientes y comenzaron el viaje por la tarde. No llegaron a su destino.

Las familias empezaron con la búsqueda al día siguiente. Preguntaron en casetas, hospitales y cárceles, pero no encontraron pistas.

En la compañía telefónica, alguien les ayudó a revisar los registros de sus celulares: su último movimiento fue en San Fernando.

Luego acudieron a las instalaciones de la Marina, ahí les informaron que el día de los hechos hubo un retén a la altura de San Fernando: pero que los marinos se fueron a las diez de la noche y dejaron sola la carretera, de acuerdo con un familiar que pide el anonimato.

Justo en esos días, en ese municipio seguían los movimientos de militares, marinos y funcionarios de la PGR, así como de periodistas, asignados ahí por el hallazgo de las fosas que se exhumaban.

La denuncia por desaparición fue interpuesta el 23 de abril de 2011 en Reynosa y, al mismo tiempo, en Veracruz, en el municipio de Poza Rica, donde quedó asentada con folio PZR-1/281/2011-III.
A unos días de cumplirse cinco años de la desaparición de Daniel y Karla su caso sigue sin avances.


El horror no se detuvo

A cinco meses del hallazgo de las fosas de San Fernando, el horror para los viajeros continuaba en las carreteras del norte.
El guanajuatense Santiago Vázquez García salió con su amigo Juan Carlos el 14 de septiembre de 2011 de Celaya, con destino a Monterrey, para tratar de llegar a Estados Unidos. Un día después fueron secuestrados en el municipio de General Treviño. 

La última vez que alguien supo de Santiago fue el 19 de septiembre. Un hombre, prisionero como él, lo vio en una bodega amarrado junto a otros 27 hombres que Los Zetas habían  capturado cuatro días antes y que venían a bordo del mismo camión. El hombre pudo escapar e informó lo que vio en un retén militar, donde lo ignoraron.

“Si le hubieran hecho caso sabrá dios qué hubiera pasado”, lamenta María de Jesús García, su madre.

Ella sabe que dos días después, otro hombre logró escapar y regresó malherido a su pueblo para contar lo que había sucedido. Éste aportó la mayor cantidad de datos y dio una posible ubicación de la bodega a la Procuraduría General de la República. Pero María de Jesús dice que no lo escucharon a tiempo.

Cuando la PGR armó el operativo para entrar a la bodega señalada, ésta ya no existía: había sido  derribada. Y no volvió a saberse del resto de prisioneros que habían sido vistos con vida.

Cuatro años después del suceso en General Treviño, la investigación sigue sin avances. María de Jesús cuenta que cuando buscaba a su hijo —al lado de un grupo de familias de jóvenes desaparecidos en el mismo trayecto rumbo al norte— tuvieron una reunión con el subprocurador de Justicia de Celaya, Armando Amaro Vallejo. María lo cuestionó sobre los avances del caso, él se limitó a responder: “Parece que se los hubiese tragado la tierra”.

El 30 de enero de 2012, Enrique Aurelio Elizondo Flores, de apodo “El Árabe” y quien controlaba la zona de Nuevo León para Los Zetas, fue presentado por la Procuraduría General de Justicia Estatal (PGJE) y confesó por lo menos 75 asesinatos. La mayoría de sus víctimas eran pasajeros de autobuses interceptados entre marzo de 2010 (cinco meses antes de la masacre de los 72 migrantes en San Fernando) hasta octubre de 2011.

El modus operandi que explicó —según las autoridades— consistía en bajarlos de los camiones, torturarlos, asesinarlos y calcinar los cuerpos.


En la conferencia de prensa que se llevo a cabo el día del anuncio de su captura, el procurador estatal, Adrián de la Garza, sostuvo que esta persona “privó de la libertad y asesinó a decenas de pasajeros de mínimo tres distintos autobuses procedentes de Reynosa, porque supuestamente al menos los 50 ocupantes de uno de los camiones pertenecían a una banda rival”.

Esta fue la misma versión que las autoridades dieron a María de Jesús y a los familiares del grupo con el que viajaba Santiago. En total, la Procuraduría recibió 28 denuncias por desaparición de pasajeros de ese mismo camión. Aunque pueden haber sido más los secuestrados.

La Procuraduría informó a esas familias que el 21 de enero de 2013 encontraron restos calcinados que correspondían a los viajeros desaparecidos.


“Pero son rumores, sólo son rumores”, dice la hermana de María de Jesús, Concha Vázquez, quien hasta ese momento escuchaba en silencio la entrevista.
No voy a dar cristiana sepultura a unas  cenizas que no vayan a corresponder con mi hijo
La familia de María de Jesús insiste en la búsqueda de su hijo. Las demás familias perdieron la  esperanza el día que la Comisión Estatal de Derechos Humanos los mandó llamar a Monterrey para mostrarles un video de la supuesta ejecución de las víctimas. A ella no le permitieron verlo.

“Ese día me quedé esperando a los compañeros pero nunca pasaron por mí, acordaron ir puros hombres y nadie tuvo el valor de ver los videos”. En la Comisión les advirtieron que las imágenes eran sumamente violentas. Les comentaron que los habían mutilado y después asesinado y que en realidad sería difícil reconocerlos porque todos tenían el rostro cubierto.

A pesar de ello, María insiste en que ella reconocería la silueta o las manos de su hijo si le hubieran permitido ver las imágenes. “Yo a lo mejor me hubiera desmayado, me hubiera vuelto loca, lo que dios hubiera querido, pero sí me hubiese gustado ver esos videos para ver si estaba”.

El 6 de diciembre de 2013 entregaron a dos familias las cenizas de dos cuerpos que, resignadas, los recibieron.

“Soy la persona que menos tiene dinero del grupo, pero yo no voy a dar cristiana sepultura a unas  cenizas que no vayan a corresponder con mi hijo”, asegura ella, valiente, a pesar de haber recibido en su hogar visitas “sospechosas” de hombres armados que mintieron diciendo que eran de la PGR.

Fue una vez en marzo, otra en septiembre de 2015. Los primeros dijeron ser de Durango, los segundos de Michoacán. La procuraduría negó que fueran enviados suyos.

La mujer vive una tortura todos los días cuando entra a trabajar en la maquiladora donde laboraba junto a Santiago, a quien ahora ve en sueños: a veces entrando a casa, otras pintando la ropa. A ratos alucina y cree que está cerca. Cuando dice esto sus lágrimas escurren por sus mejillas y mojan su puño cerrado.

“Yo no entiendo porqué las personas de acá ya no hicieron caso —dice—, pero yo seguiré”.


*Masde72.org es un proyecto de investigación realizado por un equipo de periodistas dedicados a investigar las masacres recientes de migrantes. En el sitio se puede consultar información forense de 120 de los cadáveres exhumados de las fosas de San Fernando, leer las historias de algunas víctimas y lo que enfrentan para obtener justicia. Este reportaje fue realizado en el marco de la Iniciativa para el Periodismo de Investigación en las Américas, del International Center for Journalists (ICFJ), en alianza con CONNECTAS y con colaboración de Periodistas de a Pie.

FUENTE: PROCESO, #MÁSDE72.
LINK: http://www.animalpolitico.com/2016/04/terror-en-carreteras-de-tamaulipas-historias-de-mexicanos-que-desaparecieron-en-esos-caminos/

La burocracia desaparece cadáveres

Un migrante salvadoreño desapareció en Tamaulipas en 2011. Su madre comenzó a buscarlo y supo que zetas y policías municipales lo habían asesinado. Supo luego que lo sepultaron junto con otros 67 cuerpos en una fosa común de San Fernando. Y dice que aun cuando desde 2012 las autoridades mexicanas conocían la ubicación del cadáver, construyeron un laberinto burocrático para desaparecerlo de nuevo y no entregárselo. Apenas en enero de 2015 pudo recuperarlo y la semana pasada ganó en la Suprema Corte un amparo para que sea considerada como víctima


CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Aunque vive en El Salvador, la señora Bertila Parada conoce detalles de la tortura que sufrió su hijo Carlos Alberto en México a partir de aquel 27 de marzo de 2011, cuando dejó de reportarse.

Sabe que nunca llegó a la frontera con Estados Unidos y que estuvo a unos kilómetros de la misma, pero el autobús donde viajaba fue interceptado por Los Zetas y policías municipales a la altura de San Fernando; lo obligaron a bajar.



Sabe que lo atormentaron antes de matarlo: a golpes le tumbaron nueve dientes y le destrozaron el cráneo.

Sabe que en sus últimos instantes de vida vestía una camisa que no le conocía, unos calcetines y unos calzones que sí eran suyos, y estaba amordazado.

Sabe que así, con la mordaza, fue enterrado en una colina donde duró poco más de dos semanas.

Sabe que a su cuerpo, cuando fue hallado, la Procuraduría de Tamaulipas le asignó el número 3 en la fosa 3 de la brecha El Arenal, del municipio de San Fernando, donde se encontraba con otros 12 asesinados. Todavía faltaban 44 fosas por descubrirse, de las cuales fueron sacados 193 cadáveres en el llamado caso de las “narcofosas” o “San Fernando 2”.

Sabe también que el 17 de abril lo trasladaron a la morgue de Matamoros y que al día siguiente le tocó turno para la autopsia.

Mas por decisiones de la burocracia, su hijo volvió a desaparecer el día que fue sepultado con otros 67 cuerpos en una fosa común tamaulipeca: lo enterraron en la fila 11, lote 314, manzana 16, del panteón municipal de la Cruz, Ciudad Victoria. Permanecieron ahí hasta octubre de 2014, cuando fueron enviados a la Ciudad de México.

En abril de 2011, otros 122 habían corrido mejor suerte al ser trasladados a una morgue capitalina, donde los mantuvieron congelados durante meses; luego los destinaron al panteón de Dolores.

En la fosa común tamaulipeca, Carlos Alberto esperó tres años y 10 meses a que Bertila lo rescatara y lo condujera de regreso a casa. Fueron casi cuatro años de tortura para ella y su familia, ya no por parte de los criminales, sino de las autoridades mexicanas que, aun cuando desde el año 2012 conocían la identidad del cuerpo 3 de la fosa 3, lo perdieron en los laberintos de la burocracia.

Bertila sospecha que los funcionarios lo desaparecieron “a propósito” como represalia por las protestas que ella hacía desde El Salvador y por el amparo que interpuso en 2013 –promovido por la Fundación para la Justicia y el Estado de Derecho– para que conservaran su cuerpo y no lo incineraran, como hizo la Procuraduría General de la República (PGR) con otros migrantes, y también para conocer la averiguación previa que México abrió por ese asesinato y que le permitirá saber en detalle cómo y por qué perdió la vida su hijo, al igual que las investigaciones al respecto.

“Siempre he querido saber toda la verdad, aunque me duela; por eso he estado luchando. No quiero enterarme por otros de lo que le pasó; quiero ser la primera en saberlo porque yo, como todos los migrantes, queremos saber qué pasó a nuestros hijos, al esposo, a aquel padre que también se quedó en el camino, en un país donde nos robaron algo, donde nos robaron todo motivo de vivir”, explica.

Al tiempo que expresa esto, Bertila llora en el jardín de su casa de Sonsonate –construida con paredes de adobe, techo de lámina oxidada, cables colgantes y, en el jardín comido por las gallinas, la lona vieja de una aerolínea usada como techo de porche–, donde muestra las fotos de su muchacho, ora disfrazado de payasito, ora sosteniendo un diploma escolar, ora en la playa.

Tiene a su lado una carpeta que el 28 de enero de 2015 le entregó la PGR y que contiene las fotos del cráneo destrozado y del panteón donde su hijo estuvo como anónimo, así como algunos de los oficios que funcionarios de Tamaulipas enviaron a la PGR, y en los que desde 2012 se menciona que debería avisarse a la familia salvadoreña de la muestra genética 115 que su hijo es el cuerpo 3 de la fosa 3. Una orden que nadie cumplió.

O quizás, especula esta mujer a la que la tristeza carcomió sus 56 años de vida, nadie quiso cumplir…

“Aquí estuvo enterrado. ¿Por qué tanto tiempo sin poderlo traer? En esta colina estuvo”, dice mientras muestra las fotografías en las que se observa el cadáver en distintas tomas y la cruz oxidaba que marcaba su tumba cuando llevaba como identidad las señas “Cuerpo 3, Fosa 3”.

El 28 de enero de 2015, en la PGR, ella supo esa parte de la verdad gracias a la Comisión Forense instalada en septiembre de 2013 y que autoriza al Equipo Argentino de Antropología Forense y a diversas organizaciones de familiares mexicanas y centroamericanas a trabajar al lado de los peritos de la procuraduría para devolver la identidad a los cuerpos de los migrantes masacrados en San Fernando (2010 y 2011) y Cadereyta (2012).

Cuando le entregaron el cadáver de su hijo menor, pidió a las antropólogas argentinas le explicaran lo que el maltratado cuerpo denunciaba.

“Yo quería saber cómo había muerto mi hijo. Cuándo más o menos había sido encontrado. Qué es lo que tenía: si llevaba documentos, dinero, prendas que podíamos reconocer. Pero no, sólo el calcetín, el bóxer y la manga larga. Quería saber cómo fue su muerte. Yo me pongo a pensar en todo lo que vivió en el tormento que sufrió. Yo lo presentía todo, quería saber cómo fue, por eso les pedí: ‘Contéstenme todo lo que pregunte’. Me dijeron que la muerte fue un golpe contundente de este lado –dice mientras se toca la sien del lado derecho–. De eso murió.”

Ese día, en la Ciudad de México, solicitó ver los restos. Aunque ya eran huesos, ella constató que sí era él: “Lo reconocí por el físico de la cara, por los dientes que le habían quedado –muy rectecitos y suavecitos– y los pies, que eran poco anchos. Sí le pude reconocer eso”.

Emigrar para sobrevivir

Carlos Alberto abandonó Sonsonate cuando tenía 25 años porque iba a tener un hijo y quería ofrecerle una vida digna. No encontraba trabajo, le desesperaba que Bertila vendiera pupusas en los autobuses para darle dinero, y era amenazado por las pandillas.

Cuando el pollero que lo recogería en la frontera con Texas avisó que nunca había llegado, Bertila, ayudada por una sobrina, puso una denuncia en su país el mismo mes de abril y avisó a la embajada de México, donde, afirma, sólo “se burlaron”, la engañaron diciendo que lo estaban buscando. No supo entonces ni le informaron del hallazgo de las fosas de abril.

“Quedamos esperando, pero esa espera se hizo larga, torturadora.”

Su segundo martirio comenzó en diciembre de 2012, al recibir llamadas de la cancillería y la fiscalía salvadoreñas avisándole que las autoridades mexicanas habían encontrado a su hijo, que lo cremarían y enviarían sus cenizas a casa.

Ella se comunicó con el Comité de Migrantes Fallecidos y Desaparecidos de El Salvador, que se contactó con la Fundación para la Justicia, para interponer un amparo a fin de evitar la incineración.

El último día del sexenio de Calderón, en diciembre de 2012, la PGR ya había mandado cremar 10 de los cadáveres hallados en San Fernando (Proceso 1886). Su muchacho estaba en la lista de los siguientes.

En ese tiempo Bertila comenzó a armar protestas, dejó de dormir y comer, tuvo deseos de matarse ante la embajada de México para que le hicieran caso. Salía por las noches a la calle a esperar a su hijo. Corría cada vez que veía a alguien de cachucha blanca porque pensaba que era él. Terminó ingresada en un hospital psiquiátrico.

“Fue al año y nueve meses cuando me dijeron que sí lo tenían ahí, como el 14 de diciembre de 2012. Que estaba enterrado. Luego, ante mis protestas y el amparo, dijeron que nunca me habían llamado. Mi dolor para poder enterrar a mi hijo duró tres años 10 meses”, cuenta mientras barajea el expediente, y agrega: “Pienso que las autoridades mexicanas se negaron a ayudarme. Ellos ya sabían de él, lo encontraron, ya lo tenían”.

No era la única: También la familia de Manuel Antonio Realegeño Alvarado –quien estaba entre los muertos de San Fernando– recibió el mensaje de que lo iban a cremar por motivos de salubridad.

El 24 de mayo de 2013 el gobierno mexicano repatrió a El Salvador el cuerpo de Realegeño. A Carlos Alberto no lo enviaron.

“A la mamá (de Antonio) le dijeron que su hijo estaba en el DF. No lo habían enterrado. Estaba refrigerado; al mío lo habían sepultado en Ciudad Victoria.”

Esa fue otra patada en el corazón.

“Siempre supe que si me ofrecían las cenizas de mi hijo me podían dar un animal, una persona equivocada o cenizas de madera, de cal. Ellos querían terminar evidencias, que ahí acabara todo. El gobierno estaba cubriendo algo, no dice la verdad. No es que yo sea detective. Como madres armamos nuestra conclusión: se violaron mis derechos como persona, como ser humano.”

En octubre de 2014, ella y otras mujeres centroamericanas se reunieron con el entonces procurador mexicano, Jesús Murillo Karam, para conminarlo a permitir a la Comisión Forense devolver a sus hijos.

Murillo la miró con sorpresa y le preguntó: “¿Su hijo todavía está aquí?”. Bertila se dio cuenta de que él sabía que hacía tiempo había sido identificado.

El 28 de enero de 2015, cuando la citaron a la PGR, ella tenía la leve esperanza de que el cuerpo que le entregarían no fuera el de su vástago. Pero al verlo se convenció.

“(La antropóloga) me dio información bien veraz: que un 99.98% era compatible. Me enseñaron algo de ropa: alguna que no era de él. Le cambiaron documentos que llevaba.”

La de su hijo era la averiguación previa 52/2011.

En el expediente se lee la cadena de torpezas que cometió la PGR y por las cuales Carlos Alberto volvió a desaparecer, aunque ya estaba identificado.

El 13 de julio de 2012, según se lee en los folios internos de la PGR 43858 y 54729, se solicita confrontar los perfiles genéticos de los cadáveres que en noviembre de 2011 había enviado la procuraduría tamaulipeca contra los perfiles genéticos aportados por El Salvador el 18 de octubre de 2011 a través de la entonces SIEDO, y cuya misión estaba a cargo del maestro Guillermo Meneses Vázquez, adscrito a la Unidad Especializada en Investigación de Secuestros. También, el contraste contra las muestras de las fosas de “San Fernando, Durango, Guerrero y Sinaloa”.

La conclusión era clara: “Los perfiles genéticos de las muestras (…) que corresponden a la familia 115 de El Salvador (…) presentan relación de parentesco biológico con el perfil genético de las muestras, ‘piezas dentales’ extraídas del cuerpo número 3 fosa número 3, con clave NN 527, remitido por Tamaulipas”, según firmó el biólogo Adrián Bautista Rivas.

El 24 de octubre de 2012, ya con la conclusión en la mesa, se turna un acuerdo que instruye a Fernando Reséndiz Wong, director general de Procedimientos Internacionales de la PGR, mandar un oficio a El Salvador para informar que los perfiles genéticos de la familia 115 presentaban “relación de parentesco, biológico y de las dentales” extraídas al cuerpo 3 fosa 3, con clave NN 527, inhumado en el panteón municipal de la Cruz.

En el oficio, Judith Janet Rueda Fuentes, agente del Ministerio Público estatal, exhorta a Reséndiz Wong, director de Procedimientos Internacionales de la PGR, a establecer “contacto con dicho país y estar en posibilidad de solicitar los requisitos indispensables para la exhumación y entrega de los restos de los cuerpos”.

Pasó noviembre, diciembre, enero, febrero, marzo, abril, sin respuesta. Fueron los meses en que Bertila estuvo protestando y cuando el amparo ya había sido interpuesto. Casi a mediados de mayo, el expediente tuvo un salto.

El 14 de mayo de 2013, el oficio DAPE/292/2013, firmado por el director de Averiguaciones Previas de Tamaulipas, Pedro Efraín González Aranda, requiere a Guillermo Meneses, entonces coordinador de Asesores del subprocurador de la SEIDO, su “colaboración” y “apoyo” para que realice las gestiones necesarias con el fin de obtener los datos que correspondían a la familia número 115, por ser pariente del cuerpo 3 de la fosa 3.

Durante otros ocho meses el expediente no presentó movimientos.

El 19 de enero de 2015 otro oficio informaba que el 19 noviembre de 2014 la Comisión Forense por fin exhumó los restos varados en Tamaulipas, los cuales llegaron el 21 a la capital del país; 33 de esos cuerpos habían sido exhumados en 2011 y otros 37 en 2014. Entre ellos iba el de Carlos Alberto.

A finales de enero de 2015 se lo entregaron.

Últimas noticias

El amparo de Bertila fue aprobado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la cual reconoce, por primera vez, el derecho de familias migrantes a ser aceptadas como víctimas ante la justicia mexicana, a conocer la verdad y a acceder a las indagatorias sobre violaciones graves a los derechos humanos donde perdieron la vida sus parientes, como es el caso de San Fernando. Ella confía en que esta resolución abra la puerta para que las familias de migrantes encuentren a sus hijos que quedaron en cementerios clandestinos mexicanos.

El pasado miércoles 2, en la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ella lloraba mientras escuchaba la resolución de los cinco magistrados al mismo tiempo que alzaba la foto de su Carlos Alberto.

“Mi hijo estuvo ahí, sentado conmigo –dice llorando–, y ¡ganamos, ganamos, ganamos! Está más cerca la justicia, para mí y para todos.”

Sonríe al recordar un sueño que tuvo los primeros meses en que su hijo desapareció. Estaba ella frente a cinco hombres vestidos de negro, ante una mesa redonda, cada uno de los cuales portaba un cartel con la palabra “justicia”. Recordó ese sueño al entrar a la Suprema Corte.

La Fundación para la Justicia espera que en la sentencia final se reconozca la calidad de migrantes de las víctimas, se analice el caso como una grave violación a los derechos humanos, se reconozca también a las víctimas de desaparición, se analice la obstaculización a la justicia que representa dividir los casos entre PGR y procuradurías estatales –como en la historia de Bertila– y que se revise el trabajo de Servicios Periciales.

“Siempre quise saber la verdad, siempre he pedido justicia. Que la muerte de mi hijo no quede impune. Yo quiero saber, porque siento que un día habrá justicia”, señala Bertila confiada. l

*Este reportaje forma parte de la serie “Másde72”, con el apoyo de la Iniciativa para el Periodismo de Investigación en las Américas, un proyecto del Centro Internacional para Periodistas (ICFJ) en alianza con CONNECTAS.


Fuente: Proceso
Autora: Marcela Turati
http://www.proceso.com.mx/433037/433037

A cinco años de San Fernando el martirio continúa

En 2010 sicarios del cártel de Los Zetas les mataron a sus hijos e hijas en San Fernando, Tamaulipas, y desde entonces los padres de las 72 víctimas han visto eternizada su tragedia ante la actitud indolente, omisa y humillante de los gobiernos de México, El Salvador y Honduras en lo que respecta al proceso de identificación y entrega de cuerpos. Las autoridades de estos países siguen dando largas a los deudos que aún no reciben los restos, o de plano ya ni les toman las llamadas, en tanto que otros familiares carecen de pruebas confiables de que los cuerpos que recibieron en verdad correspondan a los de sus parientes.

MÉXICO, D.F: Eva Nohemí Hernández Cerrato se cansó de malabarear para encontrar empleo fijo en Honduras, se despidió de sus tres hijos y se fue a buscar ingresos a los Estados Unidos.

En el camino coincidió con Wilmer Antonio Núñez Posada, un paisano suyo recién deportado que deseaba volver a California para acompañar a su esposa en el parto de su segundo hijo.

En el mismo camión de redilas que se acercaba a la frontera de Tamaulipas con Texas iba Glenda Yaneira Medrano Solórzano, quien quería capitalizarse para cursar la carrera de maestra.

Una trampa mortal los esperaba a la altura de San Fernando, Tamaulipas: un retén de criminales, donde todos los pasajeros fueron secuestrados.

Lo que siguió es información conocida. El 24 de agosto de 2010 un grupo de marinos –guiados por un joven ecuatoriano malherido– llegó a un abandonado bodegón en medio de campos de sorgo. A la redonda, al pie de las paredes, encontraron los cuerpos de 72 personas (58 hombres y 14 mujeres) con los ojos vendados, maniatados, tiro en la cabeza. Esta barbarie sería conocida como la masacre de los 72 migrantes. Se responsabilizó del crimen a Los Zetas.

Desde esa fecha y en ataúdes sellados, los cuerpos de los migrantes fueron regresados por tandas a sus familias en Ecuador, Honduras, Guatemala, Brasil o El Salvador. Algunos de los masacrados fueron entregados en urnas, ya convertidos en cenizas, uno de ellos hasta India.

Este mes, en que se cumplen cinco años de la masacre, 11 de las víctimas permanecen en la fosa común, sin ser identificadas.

Eva Nohemí fue la última migrante a la que se le devolvió la identidad: Apenas el 24 de julio de 2014 el gobierno mexicano la entregó a su familia, cuando ya operaba una Comisión Forense en la que la Procuraduría General de la República (PGR) aceptó trabajar junto al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y organizaciones de víctimas de México y Centroamérica.

Desde una provincia de El Salvador, Mirna, la mamá de Glenda Yaneira sigue pidiendo una exhumación independiente del cuerpo que le fue entregado, pues desde el año 2010 duda que los restos que le dieron en un ataúd sellado y que abrió a escondidas sean de su hija.


(Fragmento del reportaje que se publica en la revista Proceso 2027, ya en circulación)

FUENTE: PROCESO.
AUTOR: MARCELA TURATI.

Masacre en San Fernando: lo que la PGR le oculta a las familias

La PGR les ha escamoteado información relevante a familiares de las 193 personas desenterradas en abril de 2011 de las fosas de San Fernando, Tamaulipas. Características físicas y odontológicas, descripciones de tatuajes y fotografías de pertenencias y de ropa, no han sido reveladas, lo cual hubiera puesto fin a la agonía de la incertidumbre de muchos padres. Además la Procuraduría cometió errores en el registro de los cadáveres y traspapeló expedientes, revela una investigación que, con el apoyo de la Fundación Ford, presentan Proceso, la División de Estudios Internacionales y la Maestría en Periodismo y Asuntos Públicos del CIDE.

MÉXICO, D.F: Hace cuatro años y un mes Javier desapareció sin dejar rastro. Iba camino a Estados Unidos. Pero su madre, Ana, aún cree que el tercero de sus cuatro hijos vive. Si no fuera así, afirma, su fantasma ya se le hubiera aparecido, lo hubiera sentido sobre su regazo esperando que ella repitiera ese ritual amoroso de rascarle los granitos de la espalda.

“Le he pedido tanto a Dios y a la Virgen que si me lo quitó, le dé licencia para que me avise que ya no vive y se me siente en las piernas”, dice Ana desde la abarrotería que atiende en Purungueo, su pueblo, uno de varios del municipio de Tiquicheo de Nicolás Romero, Michoacán, donde siete familias aguardan el regreso de sus hijos desaparecidos.

El suyo tenía 22 años el 28 de marzo de 2011, cuando abordó en Morelia, con dos compañeros de su comunidad, un camión de Ómnibus de México rumbo a la frontera. Era tiempo de migrar, pues el temporal de la sandía en Tiquicheo nunca ha bastado para retener a los jóvenes de ese poblado, quienes sueñan con hacerse de un patrimonio. En el camino se iba mensajeando con un hermano que lo esperaba en Estados Unidos.

En la madrugada los viajeros se toparon con un grupo de zetas que tenía instalado un retén en la carretera, a la altura de San Fernando, Tamaulipas. Los obligaron a bajarse del camión por ser michoacanos. El celular de Javier enmudeció. Del trío de amigos no volvió a saberse nada. Una semana después las autoridades comenzaron a hallar en ese municipio fosas de las que extrajeron 193 cadáveres. La mayoría eran varones jóvenes procedentes del centro del país, entre ellos el tiquichense Vicente Piedra García, quien viajaba con el hijo de Ana.

Ella dice que se está volviendo loca, que ya le perdió gusto a la vida. Junto con su esposo y una comadre ha viajado dos veces a Morelia, donde se dejan “sacar sangre, salivas y greñas” por personal de la Procuraduría General de la República (PGR) para ver si su ADN, contrastado con el de los cuerpos, arroja novedades. La primera muestra se la sacaron al mes de la tragedia; la última en noviembre de 2014. En esos trámites se encontraron con decenas de familias de Michoacán que penan por parientes también desaparecidos en carreteras tamaulipecas.

“¿Cómo iba vestido su hijo?”, le preguntan en cada entrevista. Ella responde de memoria: “Llevaba una playerita pegadita, delgadita, como grisecita, de algodón y un pantalón de mezclilla de color bajito, calcetines blancos, una cachucha y una mochilita con un cambio de ropa. Siempre llevaba cinturón sencillo, delgadito, con hebilla sencillita. Su pelo muy bajito. Usaba puro bóxer abajo; no tenía trusas, puro bóxer”.

Así lo dijo por teléfono la primera vez que accedió a contar su historia para esta investigación. Tenía la voz de una anciana y parecía tímida. En persona es una mujer desenvuelta y llena de fuerza.

Durante la entrevista, realizada en su casa –construida alrededor de un patio con dos perros bravos y una parte adaptada como bodega–, tendió sobre una cama la ropa de Javier, que guarda en un buró, para ayudar a la reportera a imaginar cómo era su hijo desaparecido. Ahí tendidos estaban los bóxers con figuras que él compraba a 10 pesos en los tianguis y también los pantalones largos de marca y las camisas modernas que le enviaban sus hermanos de Estados Unidos. Ana observa y llora desconsolada al zarandear los recuerdos.

“Mi hijo está vivo”

Javier medía aproximadamente 1.70 metros, como su papá. “Estaba zanconcillo (alto), flaco”. Fumaba a escondidas. Usaba un anillo y un collar en forma de herradura, pero dejó las joyas en casa. Llevaba un acta de nacimiento en su cartera. Era serio, sonreía poco. En cinco fotografías de él que Ana conserva de una fiesta de quince años aparece de refilón, siempre con la boca cerrada. La PGR y los periodistas que la han entrevistado se quedaron con los pocos retratos donde aparecía solo.

“Sus dientes estaban como atravesadillos, no los tenía parejos: así”, dice la madre al tiempo que abre la boca para mostrar la dentadura rebelde que le heredó a su hijo.

Ana ha esperado durante cinco años la llamada de Javier o, algo peor, la de la licenciada Verónica Salazar, la encargada de desapariciones dentro de la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO), quien podría darle la noticia que no quiere recibir: el hallazgo del cuerpo de su muchacho.

Por lo pronto, Ana desconoce que la PGR le ha negado datos claves: entre los 193 cuerpos extraídos de las fosas de San Fernando en abril de 2011 había uno –el cadáver número 10 de la fosa 4– que en el bolsillo del pantalón de mezclilla llevaba un encendedor y una CURP procedente de Michoacán con el nombre completo de Javier y su fecha de nacimiento.


(Fragmento del reportaje que se publica en Proceso 2025, ya en circulación)

FUENTE: PROCESO.
AUTOR: MARCELA TURATI.

A 5 años de masacre de 72 migrantes en San Fernando, caso sigue impune: Amnistía Internacional

El pasado 22 de Agosto de 2010, 58 hombres y 14 mujeres de Centro y Sur América fueron asesinados dentro de un rancho en San Fernando, Tamaulipas, cerca de la frontera de México con Texas.

La “escandalosa falta de investigaciones” sobre la matanza de 72 migrantes en México hace cinco años da luz verde a que los grupos criminales que asesinan a quienes cruzan el país en busca de seguridad y una mejor vida, dijo Amnistía Internacional.

Cabe recordar que el pasado 22 de Agosto de 2010, 58 hombres y 14 mujeres de Centro y Sur América fueron asesinados dentro de un rancho en San Fernando, Tamaulipas, cerca de la frontera de México con Texas. Desde entonces, las autoridades han arrestado a un número de individuos pero no han publicado información sobre si alguien ha sido sentenciado.

Amnistía Internacional refiere en un comunicado que se cree que los responsables son miembros de bandas criminales y se sospecha que muchos de ellos trabajaban en colusión con agentes de seguridad locales.

“La masacre de San Fernando pinta una horrenda imagen sobre el estado de los derechos humanos en México, donde ser migrante parece ser razón suficiente para que los criminales te hostiguen, torturen y asesinen”, expuso Carolina Jiménez, Directora adjunta de Investigación para las Américas de Amnistía Internacional.

“En medio de la brutal ‘guerra contra las drogas” en México, muchas rutas utilizadas por los migrantes para llegar a los Estados Unidos se han convertido en zonas de riesgo. La interminable lista de violaciones y abusos a los derechos humanos contra personas en movimiento en los últimos años demuestra la necesidad urgente de un plan regional para proteger a aquellos que hacen uno de los viajes más peligrosos en busca de una mejor vida, libre de pobreza y violencia.”

Amnistía denuncia que aún no se conoce mucho sobre las horas finales de las 72 personas que fueron asesinadas a sangre fría en San Fernando. Los únicos detalles han surgido del testimonio del único sobreviviente de la masacre, expone la organización, quien ha dicho que ha recibido amenazas de muerte. Eva Nohemi Hernández Murillo, una mujer de 25 años proveniente de Honduras, es una de las víctimas de la masacre de San Fernando. Viajaba a Estados Unidos con la esperanza de proveer a sus tres hijos de mejores oportunidades.

Eva Nohemi habló por teléfono por última vez con su madre, Elida Yolanda, dos horas antes de que un grupo de hombres armados interceptara la camioneta en la que viajaba con otros migrantes.

“Me enteré de lo que había pasado cuando prendí la televisión para ver las noticias dos días después de la masacre. Vi un cuerpo que parecía de Eva Nohemi pero no podía creer que era ella hasta que el gobierno lo confirmó cuatro años después”, dijo Elida Yolanda.

“Todo lo que pido es una investigación para saber que pasó con mi hija. No quiero ver a más gente muriendo”, comentó.

Las investigaciones sobre la masacre han sido insuficientes, considera Amnistía, ya que las autoridades locales y federales “no han coordinado esfuerzos o informado a los familiares de las victimas de progresos”. También han habido “demoras extremas” en la identificación de las víctimas –y algunos de los restos fueron enviados a los familiares equivocados.

Las autoridades también han fallado en proveer a las familias de las víctimas de protección ante las amenazas que muchos han recibido por reclamar justicia.

Amnistía Internacional señala además que desde la masacre de San Fernando, cientos de otros hombres, mujeres y niños que intentaban llegar a los Estados Unidos vía México han sido hostigados, desaparecidos, secuestrados, violados, forzados a ejercer trabajo sexual o asesinados.

Entre Abril y Mayo de 2011, las autoridades Mexicanas descubrieron 193 cuerpos en 47 fosas comunes en San Fernando en hechos que todavía tienen que ser investigados efectivamente.

Un año mas tarde, los torsos de 49 personas, “muchas de las cuales se sospecha eran migrantes irregulares”, fueron encontrados en la ciudad de Cadereyta, en el estado vecino de Nuevo León.


“¿Cuántos más migrantes tienen que ser asesinados en México para que las autoridades tomen acción? No hay tiempo que perder, las autoridades Mexicanas deben aumentar los esfuerzos para investigar estas masacres y llevar a los responsables a la justicia, proveer a los familiares de reparaciones y tomar pasos concretos para prevenir más muertes”, dijo Carolina Jiménez.

FUENTE: ANIMAL POLÍTICO.

La matanza de San Fernando: inconsistencias y falsedades

La versión del gobierno mexicano sobre la masacre de San Fernando no resiste la prueba de las indagaciones independientes. Así lo comprueba una investigación coordinada por la organización Periodistas de a Pie en la que participaron reporteros invitados. Basados en documentos oficiales, testimonios de acusados y de víctimas, e incluso en trabajos académicos, desmienten las conclusiones oficiales sobre el móvil del crimen, las negligencias en la valoración de evidencias y la sospechosa opacidad respecto de las autoridades implicadas.

MÉXICO, D.F: En vísperas de que se cumplan cinco años de la masacre de los 72 migrantes ocurrida en San Fernando, Tamaulipas, en agosto de 2010, la información oficial sobre esos hechos está en tela de juicio.

La organización Periodistas de a Pie y reporteros invitados compilaron y contrastaron documentos (inéditos, públicos y desclasificados), testimonios de protagonistas y diversas investigaciones oficiales e independientes. Lo que hallaron y publicaron en el sitio electrónico Másde72 pone en duda la versión que ha difundido el gobierno, incluso datos básicos, como la fecha en que se cometió el crimen, el motivo del mismo y el número de sobrevivientes.

La noche del 24 de agosto la Secretaría de Marina (Semar) informó que un hombre herido había llegado a un puesto de control de la dependencia en San Fernando, solicitando auxilio porque había sobrevivido a un ataque en un rancho cercano. Al indagar, los marinos descubrieron una bodega con los cuerpos de 58 hombres y 14 mujeres que tenían balazos en la cabeza.

Según la explicación oficial, eran migrantes que iban hacia Estados Unidos; en el camino fueron interceptados por sicarios de Los Zetas, que los asesinaron por negarse a trabajar para la organización criminal.

No obstante, los reporteros descubrieron que los agentes del Ministerio Público tamaulipecos describieron que en la escena del crimen, una bodega de concreto de aproximadamente 12 por 9 metros llena de maleza, encontraron 72 cuerpos, 13 del sexo femenino y 59 del masculino, “vendados de los ojos y atados de las manos con cinchos de plástico color blanco, que se encuentran afilados sobre las paredes de dicha bodega”.

La PGR y las autoridades federales, en cambio, siempre sostuvieron que 14 de las víctimas eran mujeres. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) observó que una víctima enviada a fosa común quedó registrada erróneamente con sexo masculino y femenino.

La investigación detectó otra inconsistencia en la fecha de la masacre. Los reporteros tamaulipecos que cubren San Fernando supieron del hecho el día 23, al escuchar la frecuencia de radio de las patrullas de los policías municipales, y acudieron a tomar fotografías de la escena del crimen. Encontraron los cadáveres sin resguardo ni autoridades presentes, pero embargaron la información durante un día: lanzaron la noticia hasta después de que la Marina la hiciera pública…


Fragmento del reportaje que se publica en la edición 2012 de la revista Proceso, actualmente en circulación.

FUENTE: PROCESO.
AUTOR: MARCELA TURATI.