Cuando alguien que no es científico piensa en ciencia, se imagina algo así como un terreno sagrado y complejo al que sólo unos cuantos superdotados pueden acceder. Si bien se necesita instrucción formal y algo de experiencia para hacer ciencia (es decir, para generar conocimientos nuevos mediante métodos estandarizados y sin hacer alusión a entidades sobrenaturales), en ningún caso es un lugar de unos cuantos privilegiados. Todo lo contrario: en su sentido más amplio, la ciencia es una actividad abierta en donde la participación de la mayor cantidad de personas (científicos o no) es necesaria.
Aunque a través de la historia los científicos (o los grandes sabios y naturalistas de antaño) han sido vistos con un aura de veneración y respeto (tal vez por ser raros, demasiado abstraídos o incluso muy influyentes), la idea de una ciencia exclusiva, elitista e incluso discriminatoria es reciente. Es imposible separar esta forma de ver la ciencia de la ideología neoliberal, la cual, desde un enfoque utilitarista, la considera como una actividad más que debe ser redituable y que puede mejorar (es decir, aumentar su productividad económica) en la medida en que, como en otras áreas, se fomente la competitividad en su seno, principalmente en el campo de la “ciencia aplicada”. Esta idea de la ciencia en el contexto ideológico hegemónico es especialmente grave cuando se reconoce que la misma debe ser un pilar fundamental en el progreso de la humanidad.