“¿Tengo que morirme para que me hagan caso?”.
Paloma Ruíz mira a la cámara que graba su testimonio y se queda en silencio, amplificando la gravedad de sus palabras.
De sus ojos no salen lágrimas. Solo impotencia y rabia acumulada hacia quienes acusa de haberle hecho la vida imposible en los últimos cinco años en la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH); su lugar de trabajo al que demandó, paradójicamente, por violaciones a sus derechos humanos y discriminación laboral.