En el Sinaloa de los años veinte, Rosalía fue raptada, violada y golpeada hasta dejarla por muerta, desnuda en el monte. El autor fue un joven influyente encaprichado con ella por sus rechazos. Se supo porque la víctima se atrevió a denunciar.
Pero la impunidad pudo más que la justicia, al grado que el delincuente presumió: “El comandante le debe el hueso a mi papá (…) y (…) el presidente municipal es su compadre. Fue (Rosalía) al Ministerio Público y la mandaron a la chingada porque cuando va el gobernador a comer a mi casa se le paga al licenciadillo ése”.
Esta es una historia contada por el investigador universitario Arturo Zavala, en su libro Cultura y Violencia en Sinaloa.
A 90 años de distancia, la diferencia es el incremento en el homicidio de mujeres, muchas de ellas menores de edad. Por lo demás, la impunidad sigue latente. Más aún porque estos asesinatos se atribuyen a la violencia de género por narcotráfico. Y los muertos se suman a la lista de los saldos de la lucha entre cárteles rivales de narcotráfico, que en la mayoría de los casos ni se investigan, mucho menos se resuelven.