AUTOR: ÁLVARO DELGADO.
MEXICO, D.F. (apro).- Al instinto autoritario e inoperancia económica de Enrique Peña Nieto en su primer año de gobierno, que se cumplió este domingo 1, hay que añadirle otro rasgo inequívoco de su naturaleza política: La corrupción.
No me refiero a él sólo como individuo –aunque el oscuro origen de su patrimonio genera dudas legítimas sobre su honorabilidad–, sino a la prioridad real que ha dado en su gobierno al combate a una de las principales enfermedades que padece México y de cuyo éxito, fracaso o indolencia depende nuestro futuro como nación.
Después de dos gobiernos panistas que fabricaron millones de pobres y un puñado de nuevos ricos, que se descararon en la incompetencia y el despilfarro –que también son corrupción–, los mexicanos se encontraron con el retorno al poder de quienes no predican honestidad porque no la practican.
Aún así, ante evidencias de uso ilegal de abundantes recursos para ganar las elecciones por la vía de la compra de votos a la población más pobre y también a la más rica –los magnates, sus operadores y portavoces, que le lavan la cara–, Peña ofreció un “Sistema nacional contra la corrupción”.