Irineo dio la vida en busca de condiciones más dignas para el pueblo rarámuri. Pero este sacrificio evidencia la debilidad del Estado, la cual obliga a que surjan liderazgos semejantes; muestra las condiciones de pobreza existentes entre los indígenas, que sobreviven en la desesperación; patentiza el poder del narcotráfico, que decide vida y muerte de comunidades enteras, y confirma la desconexión que existe entre el gobierno y las necesidades reales de los habitantes de la Sierra Tarahumara.
CHIHUAHUA, Chih.- Sentada frente a la mirada profunda de indígenas rarámuris de Guadalupe y Calvo –el corazón del Triángulo Dorado, localizado al sur de la Sierra Tarahumara–, la monja Silvia Rodríguez recuerda con lágrimas a Irineo Meza Solís, un joven líder indígena asesinado hace un par de años.
Poco tiempo después del homicidio la propia religiosa fue amenazada. Pero ella se concentra en el muchacho. “La gente tiene que conocer su historia, su valentía y la lucha por su cultura, por su pueblo. Él sabía que lo iban a matar y decidió seguir luchando con su gente. Escribió una carta a su hija, en la que decía cómo le gustaría que la educaran”, dice Rodríguez.
Irineo, de 23 años, fue asesinado el 5 de diciembre de 2014 junto con otros dos líderes indígenas de Choreachi, pueblo que mantiene una larga lucha jurídica contra la tala clandestina y por el reconocimiento de su territorio. Familias de esa localidad consiguieron que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) dictara medidas cautelares a su favor a raíz de una ola de homicidios perpetrados entre 2012 y 2013.
Meza era de la comunidad de Correcoyote. En reuniones entre pueblos conoció la problemática de sus vecinos y decidió sumarse a sus exigencias. Los acompañaba a presentar denuncias, principalmente ante la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH).
Entre los profundos peñascos de la zona serrana, cerca de Coloradas de los Chávez (del mismo municipio de Guadalupe y Calvo), él y sus compañeros fueron emboscados cuando se dirigían a Choreachi tras realizar algunas diligencias.
“Él trabajó con la gente de Choreachi; iban a la Semarnat, a la CEDH… Se iba, se desaparecía. Así son ellos, los indígenas. Se conocen, tienen sus reuniones y se solidarizan. Comenzó a apoyar, a hablar con la gente de Choreachi, que defendía su bosque. Como Semarnat no les hizo caso, encontraron la manera de ir más arriba, apoyados por la CEDH”, recuerda Rodríguez, quien a veces lo llevaba en su camioneta.
Aquel 5 de diciembre le llamó la gente de Choreachi. “Los venadearon en el camino a Barbechitos, a punto de agarrar el camino a Coloradas de los Chávez”, cuenta la monja.
En entrevista, ella recuerda que Irineo “dejó una carta a su esposa: ‘Nunca te vayas a casar con un chabochi (mestizo)’. Le pidió que viviera sus tradiciones rarámuris, sus costumbres. ‘Si te casas, nunca le digas a nuestro hijo que tu nuevo marido es su papá, su papá soy yo’. Cuando a él lo mataron, su esposa ya estaba embarazada. Eso es lo grandioso de Irineo, que sabía que eso que estaba haciendo le iba a costar la vida, y aun así lo hizo por su gente”.
La gente que el joven defendió sobrevive en un territorio dominado por el crimen organizado. Históricamente es una tierra donde se siembra amapola, pero desde hace unos cinco años los grupos delictivos no sólo se disputan la droga, sino los terrenos mismos y a los propios indígenas.
Escisiones del Cártel de Sinaloa dominan la zona. Una parte es controlada por Héctor El Pinto Román Angulo, quien presuntamente suplió a Juan José Esparragoza Moreno El Azul. Otra es dominada por Mario Eleno Félix Corral El Cepillo. Guadalupe y Calvo es territorio, en parte, de Noé El Flaco Salgueiro, aprehendido el sexenio pasado pero quien supuestamente sigue operando a través de sus hermanos y sobrinos.
Líder callado
Rodríguez conoció a Irineo en 2009, cuando ella llegó a Correcoyote, donde se encuentra la comunidad de Guasachique. “Íbamos a invitarlos a estudiar y visitábamos su casa. Él desconfiaba de la gente. Sus hermanos habían terminado la secundaria, pero se escondían. Los invitábamos a estudiar la prepa. Son cinco hombres y tres mujeres”.
Las religiosas buscan líderes en las comunidades para que organicen a sus compañeros de acuerdo con sus usos y costumbres.
“Por Irineo se abrió otro grupo. Irineo ya había estudiado dos años de prepa. Todo el día se ocupaba. De lunes a viernes estudiaba y caminaba unas ocho o nueve horas para llegar a Turuachi, donde asistía a la escuela. Su directora y maestra lo impulsaron mucho. Ellas tienen un modo de enseñarles a los indígenas cuánto valen, sus derechos, cómo conservar sus costumbres”, platica.
Esa formación lo llevó a tomar conciencia de los proyectos mineros que estaban en puerta alrededor de su comunidad.
“Marcaron con rojo los cerros y empezaron a hablar de minas. Como los chabochis no les hicieron caso empezó a moverse con otros compañeros, con el comisario, fueron platicando en reuniones. Irineo ya se había dado a conocer en el pueblo y lo eligieron de comisario por unanimidad. Al hermano mayor lo nombraron gobernador. Hizo equipo, se sentía respaldado y agarró mucha seguridad en las reuniones. A nosotros sólo nos pedía consejo”, reconstruye la religiosa. En Correcoyote viven alrededor de 500 personas y 90% son indígenas.
“Cuando llegaba la gente de la mina le pedían permiso por carta, pero él dijo que aunque le llegaran muchas cartas de fuera, ellos no entrarían. Y no entraron. Llegaban muchos hombres en camionetas amarillas, ingenieros. Pero los indígenas estaban organizados. Sacaron una revista que decía cómo eran las minas, los derrumbes, que los más afectados serían ellos, cambiarían su pueblo. Platicaban y platicaban en sus reuniones.”
Tras ser nombrado comisario, Irineo se casó con una joven de Guasachique.
“Vivió lo que tenía que vivir. Cuando fue comisario quiso rescatar la justicia propia de su pueblo. Irineo está haciendo lo que él se propuso.”
En la comunidad hubo cambios y llegaban mestizos de fuera a buscarlo, pero él no quería hablar con los chabochis porque decía que los rarámuris tenían que arreglarse sólo entre ellos, ser autónomos.
“Él les decía: ‘¿Por qué quieren que vivamos como ellos? Es nuestro modo de vivir. Si no quiero ponerle piso a mi casa, si no quiero una casa como ellos, no tienen por qué decirnos que por qué no arreglamos nuestra casa’. Lo seguían sus amigos y hermanos, puros jóvenes que se sintieron seguros y respaldados, él les hablaba claro”, abunda Rodríguez.
El joven luchó para que ni los niños ni los adolescentes se fueran a trabajar en la siembra de droga, porque era como convertirse en esclavos.
“Allá tienen tienda de raya, donde les fían, pero cuando van a cobrar casi quedan debiendo. Irineo se resistía a ir a trabajar allá. Él cortaba leña, era agricultor, lo que él podía.”
Y es que en aquella región, los niños (desde los 11 o 12 años) son reclutados para el cultivo de amapola y mariguana, o para el sicariato. “Desde chicos, sus manitas están ya callosas o cortaditas”.
El anhelo
A la exigencia de justicia que la monja clama por el homicidio de Irineo, se sumó el empeño en rescatar a un niño de 10 años de manos de los sicarios.
Carlitos –nombre ficticio– se quedó solo cuando su padre fue acusado de homicidio en una riña y su madre lo abandonó, porque volvió a casarse y fundó otra familia.
El niño andaba solo por la comunidad. Silvia Rodríguez decidió hacerse cargo de él y buscar a su papá en el penal donde se encuentra:
“Localicé a su padre por teléfono. Hablé con él. Y fui a buscar, como se pudiera, a la que lo parió. Encontramos a su mamá y el niño me agarró confianza.”
El papá del niño le pidió a la religiosa que se hiciera cargo de él y le dio las facultades legales para llevarlo a un albergue. Así lo hizo.
“Irineo hablaba con este niño, como con los otros, buscando cómo rescatarlos. Todo mundo lo seguía”, refiere Rodríguez.
Lo más triste, recuerda, era cuando los menores se iban a trabajar a los cultivos ilegales y la comunidad permanecía varios días sin saber de ellos ni de los adultos. Cuando regresaban, volvían sin nada y enfermos.
“Eran muchos niños, duraban allá días y simplemente no iban a la escuela. Viven en cuevas mientras siembran. Los papás los dejan ir, pero generalmente ni les piden permiso. Es miedo, porque los narcos presionan y amenazan.”
Cuando Irineo murió, el miedo paralizó a su pueblo. “Pero él dejó cosas sembradas: entre ellos siguen unidos. Les dejó la raíz, porque recorrió todos sus pueblos, los dejó cohesionados”.
Hoy, Carlitos vive en un albergue, acompañado de otros niños. La hermana Silvia ha estado pendiente de él y sólo espera que el papá sea liberado para que por fin se reúnan.
“Nunca estamos solos. Como Irineo hay muchos en la sierra, pero pocos con la actitud de ir hasta las últimas consecuencias. El obispo que antes estaba decía que no podíamos meternos en esos temas, pero es imposible.”
La amenaza
Justo después de que llevó a Carlitos al albergue, la hermana Rodríguez salió de misión al extranjero. Estaría fuera sólo dos meses… pero ya no pudo volver.
“Llegó un escrito a la casa de mi comunidad, en Guadalupe y Calvo. Escrito con letra de indígena pero con palabras de mestizos. Era un anónimo en julio de 2015 y que decía: ‘Si te sigues metiendo en lo que no te toca, te va a costar muy caro, te lo advertimos’”, relata.
Sólo cuando regresó a México le dieron a conocer el mensaje devastador. Su congregación dejó en sus manos la decisión. Su primera reacción fue avisar que regresaría a la Tarahumara, pero tras hablar con su mamá decidió no ponerse en riesgo, ni ella ni a los suyos.
La crisis de inseguridad en la Tarahumara ha obligado a por lo menos tres sacerdotes a huir de los municipios de Batopilas, Chínipas y Guadalupe y Calvo.
El vicario de la Diócesis de la Tarahumara, Héctor Fernando Martínez, confirma que la situación en la sierra es delicada, principalmente para los indígenas. Y cuenta que presbíteros que laboraban en comunidades de Batopilas y Chínipas intentaron apoyar dos casos de víctimas de violencia y se colocaron en situación de riesgo.
Admite que ni el Estado ni la Iglesia tienen una estructura para atender a las personas desplazadas: “La Iglesia tiene la esperanza de que la cultura indígena pueda resistir el embate del narcotráfico, de los megaproyectos turísticos, pero el costo de ello sí será devastación y transformación cultural. El narco pasó de la clandestinidad a una expresión de dominio y coacción”.
Martínez indica que el grado de vulnerabilidad de las etnias es muy grande, principalmente entre los jóvenes. “Se perdió la transición de padre a hijo. Ahora les ofrecen dinero, mota, poder. Rompieron el tejido familiar, que es muy difícil de recuperar. Los niños no han encontrado sentido en la comunidad. Por ejemplo, casi todos los niños (indígenas) huérfanos terminan en albergues, y son niños chiquitos”.
El sacerdote refiere que los proyectos comerciales que se realizan en la sierra (como el aeropuerto, el gasoducto que atraviesa la región y los desarrollos mineros) han atentado contra el territorio indígena porque han destruido plantas medicinales, aguajes, los bosques, veredas y sus viviendas en algunos casos.
El coordinador del Programa Institucional de Atención a Lenguas y Literatura Indígenas de la Secretaría de Cultura, Enrique Servín, expresa que los gobiernos están empeñados en emprender proyectos neoliberales sin incluir o recibir consejo de pueblos originarios.
“El neosistema debe dejar de invertir y de proteger al sector empresarial, y avanzar en la autonomía que hoy no existe en el país. Debe ejercer el control de los propios recursos naturales, porque una sociedad que no maneja sus recursos está sometida”, advierte el lingüista.
Fuente: Proceso
Autora: Patricia Mayorga
http://www.proceso.com.mx/468756/la-tarahumara-historias-vejaciones-e-impunidad