Ni Felipe Calderón ni Enrique Peña Nieto entienden que la creciente violencia e inseguridad es la manifestación más estrujante y cruel de la crisis del Estado mexicano, no su causa, y, por lo tanto, las soluciones a la misma no pueden concentrarse en el fortalecimiento de los aparatos de seguridad, pues los eventuales avances (como sucede con la depuración de las policías municipales y estatales) son insuficientes y endebles.
A pesar de que la incidencia delictiva mantiene una tendencia alcista desde diciembre de 2006, como lo reconoce la misma iniciativa presidencial, cada vez que un evento especialmente grotesco y estrujante sacude a la opinión pública se recurre al mismo ritual: envío masivo de fuerzas federales a la entidad afectada, revisión de la legislación en la materia y presencia física intensiva del presidente y los miembros de su gabinete o, al menos, de estos últimos. Así ocurrió en Ciudad Juárez, tras la masacre de Villas de Salvárcar; en Monterrey, luego del incendio del casino Royale; en Michoacán, tras el surgimiento de las autodefensas; y, ahora, en Guerrero, tras la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.
Aunque en el discurso se reconoce la necesidad de una intervención integral que permita reconstruir el tejido social y se anuncian cuantiosos recursos públicos para atender las más urgentes necesidades, los esfuerzos se centran en las fuerzas de seguridad, incluyendo desde luego el envío de elementos del Ejército y la Marina para realizar funciones policiacas. En ocasiones la incidencia delictiva muestra algunas señales positivas; en otras, no. Pero lo que es invariable es que de inmediato la violencia se exacerba en algún otro lugar, y los índices delictivos mantienen su tendencia alcista invariable.
La iniciativa de reforma constitucional que anunció el presidente el 27 de noviembre y que envió al Senado el 1 de diciembre va exactamente en la misma dirección: desaparición de las policías municipales; redistribución de las competencias en materia penal (nuevo eufemismo utilizado para continuar con el proceso de concentración de atribuciones en el gobierno federal), y hasta la posibilidad de desaparecer ayuntamientos y asumir directamente sus funciones por parte del gobierno federal (haciendo a un lado incluso a los gobiernos estatales).
Aunque los coordinadores de los grupos parlamentarios del Congreso de la Unión ya se comprometieron a trabajar intensamente para dictaminar y votar la iniciativa en el presente periodo de sesiones, lo cierto es que no parece muy claro que se pueda cumplir con dicho propósito, dado que las voces que se oponen a las medidas anunciadas son múltiples y todo indica que también determinantes para obstaculizar la aprobación de una reforma constitucional.
Ante la profundización de la crisis y las evidencias de su gran responsabilidad personal (por la clara violación de diversas disposiciones legales en materia de transparencia y responsabilidades administrativas, por lo menos), el presidente Enrique Peña Nieto decidió variar sustancialmente su forma de operar: En lugar de buscar el consenso previo, optó por presentar la iniciativa, presentarla como de su única autoría y buscar, una vez que se hizo pública, los votos necesarios para conseguir su aprobación en el Congreso de la Unión.
En el mismo acto en el que pronunció su mensaje se escucharon reacciones adversas a sus planteamientos y, una vez que se conoció el proyecto de reforma constitucional, las críticas crecieron. La oposición a la desaparición de las policías municipales y de los ayuntamientos ha sido casi unánime tanto de los actores políticos como de la sociedad civil. Sin embargo, todo parece indicar que el presidente y su equipo persisten en su intención.
Como se ha documentado ampliamente en Proceso (1968 y 1969), otra de las prácticas comunes para obtener los votos necesarios en el Congreso ha sido la compra de voluntades a través del otorgamiento de subvenciones ordinarias, extraordinarias y especiales, lo que permite a diputados y senadores más que duplicar sus ingresos. También ha sido evidente, aunque está menos documentado, el intercambio de favores con las cúpulas directivas de los principales partidos políticos de oposición, particularmente PAN y PRD.
Si el PRI y el presidente quieren lograr la aprobación de la reforma constitucional en este periodo ordinario de sesiones, que concluye el próximo 15 de diciembre, seguramente tendrán que pagar un costo más alto que en el pasado, entre otras razones por la oposición que despertó, por la severidad de la crisis y por la necesidad que tiene el gobierno de concretar sus propuestas mediáticas.
Por méritos propios la iniciativa carece de viabilidad, en la medida en que muchas de sus propuestas no tienen suficiente sustento (más allá de algún ejemplo de aplicación en algún país europeo, cuyas características son totalmente diferentes a las nuestras) e intenta solucionar sólo una de las manifestaciones de la profunda crisis en la que se encuentra sumido el Estado mexicano.
En estas condiciones, seguramente el gobierno de Peña Nieto estará dispuesto a pagar cualquier costo. Hoy la oposición tiene la palabra, pero lamentablemente ellos también son corresponsables de la grave crisis del Estado mexicano, en la medida en que han visto su apoyo electoral como una oportunidad de consolidar sus privilegios, prerrogativas y financiamiento.
El momento es crucial y determinante para el futuro político de México. Los legisladores y dirigentes de los partidos políticos de oposición tienen la posibilidad de asumir su responsabilidad histórica y obligar al gobierno a una auténtica reforma de Estado, que bien podría concretarse aprovechando la elección del próximo año para elegir a un Congreso Constituyente que revise integralmente la Constitución; o aprovecharse de su momento para seguir incrementando sus rendimientos económicos y partidistas, aunque esto los condene a su desaparición en un futuro.
FUENTE: PROCESO.
AUTOR: JESÚS CANTÚ.