El domingo 19 de junio, elementos de las policías estatal y federal irrumpieron con violencia en el asentamiento irregular denominado “20 de Noviembre” en Nochixtlán, Oaxaca, un lugar donde habitan unas 65 familias en extrema pobreza. Los oficiales dispararon balas, lanzaron gas lacrimógeno y obligaron a 34 niños a huir por el monte, entre una nopalera; algunos iban desmayados en brazos de sus madres, otros corrían vomitando y con los ojos llorosos por el efecto del gas. Fue el día en que esos menores aprendieron a temerle a la policía.
Nochixtlán, Oaxaca, 11 de julio (SinEmbargo).– Dolores, una niña de 10 años de edad, vive con sus padres y cuatro hermanos pequeños, entre ellos una hermana con retraso mental, en una casa de lámina de cartón. El domingo 19 de junio fue uno de los 34 menores de edad que huyeron hacia el monte cuando elementos de la Policía Federal y Estatal ingresaron al predio donde vive disparando y lanzando gas lacrimógeno.
La colonia 20 de Noviembre es un asentamiento irregular del Frente Popular Revolucionario en donde viven unas 65 familias en extrema pobreza. Está ubicado en medio de un terreno accidentado a la entrada de Nochixtlán, Oaxaca, a unos cuantos metros de la barricada que mantienen los maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) sobre la Autopista México-Oaxaca, en donde se dio el enfrentamiento entre policías y pobladores que dejó como saldo nueve muertos y decenas de heridos.
“Vi que los policías venían bajando y aventaron muchos gases y corrimos. Yo estaba durmiendo y mi mamá me levantó porque una señora estaba gritando que nos fuéramos. Cuando vi, ya estaban los gases hasta acá y nos echamos a correr”, narra la menor.
Dolores es delgadita, tiene el pelo lacio y negro, y unos ojos grandes enmarcados por unas cejas gruesas. Ese domingo saltó de la cama y tomó de las manos a sus hermanos Juan Santiago y Manuel, unos gemelos de siete años tan delgados como ella, y huyó hacia una nopalera desprovista de árboles y donde se puede observar desde la parte más alta, por donde entraron los federales, todo lo que por ahí corra y cruce con claridad.
–¿Qué piensas de los policías? –se le pregunta.
–Que me da miedo que nos secuestren o que nos lleven a otros lugares –contesta.
–¿Desde cuándo crees eso de ellos?
–Desde ese día. Antes no les tenía miedo, pero ahora cuando voy por la calle nomás los veo y me dan miedo.
Y es que Dolores se asustó cuando quiso respirar y el gas lacrimógeno se le metió a los pulmones. Inmediatamente empezaron a llorarle los ojos y a arderle la garganta. Los síntomas físicos se unieron a la desesperación de la niña por correr y poner a salvo a sus hermanos.
Valeria, la hermana de 13 años y con discapacidad no pudo correr con rapidez. Dolores quiso jalarla, pero las fuerzas no le alcanzaron y Ana, la madre de los niños empujó a su hija como pudo y la llevó por una vereda entre los matorrales hasta la nopalera.
La pequeña Valeria iba descalza. Las manos se le torcieron y se le pusieron rígidas. Eso le sucede cuando se pone nerviosa, dice Ana López de 43 años y madre de los pequeños.
La vivienda de Ana está ubicada en la parte más profunda del caserío de lámina que se extiende sobre una pequeña barranca. En la parte más alta, los policías sólo tuvieron que saltar una vieja cadena sujetada por dos maderos para ingresar al predio.
Bajaron la loma desparramados hacia el caserío y aventaron las bombas de gas lacrimógeno. Los niños que viven en las primeras viviendas de cartón, no tuvieron la misma suerte que Dolores y sus hermanos.
De acuerdo con los pobladores el ataque ocurrió entre las siete y ocho de la mañana.
Los menores de la 20 de Noviembre fueron trasladados por algunas de sus madres a San Andrés Sinaxtla, para ponerlos a salvo del ataque de la policía; ahí permanecieron por una semana. Foto: Cri Rodríguez
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Horas después del enfrentamiento en Nochixtlán se habló de los niños “desaparecidos” en medio de la confusión. Nadie sabía de qué se trataba. Más tarde circuló en redes sociales una lista escrita a mano con los nombres de niños de distintas edades. Los menores se encontraban resguardados en una clínica de San Andrés Sinaxtla, un municipio ubicado a casi siete kilómetros de Nochixtlán.
La lista la escribió Juana Antonio López, una mujer de 40 años que logró sacar a los 34 niños de la colonia 20 de Noviembre. Fue ella quien los llevó hacia la nopalera para escapar de las balas y del gas lacrimógeno de la policía.
Cuando el ataque al asentamiento inició, los niños fueron resguardados en la única casa de cemento que hay, porque pensaron que ahí no penetraría el gas.
Pero no fue así. En segundos el gas penetró a la casa y los niños salieron corriendo. Iban solos, gritando, llorando y algunos vomitando.
Juana estaba en su vivienda de cartón a unos metros del lugar. Sus dos hijos se encontraban en la casa de la vecina de enfrente, con otros cuatro niños.
“Empezaron a sonar las campanas y a tronar cohetes, y me llamó la atención. Salí y traté de subir a la entrada y vi a los federales atacando. Logré subir un poco y sentí los gases, como una especie de humo. Desde el momento que percibí los humos empecé a sentirme mal, porque no podía respirar ni ver bien porque los ojos me empezaron a arder. Vi a una embarazada que venía corriendo, agarrándose el vientre gritando que iba a abortar a su bebé… y viendo eso, regresé y la jalé, pero cuando llegué a la esquina vi que había caído una bomba en la casa donde estaban mis hijos y que estaba saliendo humo”, narra.
Juana creyó que se trataba de una bomba que iba a explotar al ver salir el humo de la vivienda y se apresuró a rescatar a sus hijos; dejó atrás a la mujer con siete meses de gestación, con la mano derecha sosteniéndose el vientre y bajando el cerro sorteando las piedras del terreno accidentado.
“Los demás niñitos venían corriendo, gritando y pidiendo ayuda. Los niños salieron de las casas por el gas. Lo único que grité fue: ‘¡corran!’, y los niños me siguieron. Los niños iban vomitando, tosiendo, espantados, porque no sabían que estaba pasando”, dice.
Cuando los niños bajaron hacia la nopalera Juana les pidió que se echaran boca abajo sobre el suelo. Quizás así podrían pasar inadvertidos para los policías que avanzaban en medio de las casas de lámina.
Ahí fue que se percató que su hija de dos años, que llevaba en brazos, iba desmayada. La niña había respirado el suficiente gas para quedar inmóvil. En medio del caos, la mujer pensó que los niños podrían ser asesinados. Recostó sobre la tierra a su pequeña y regresó hacia la trifulca para buscar a su marido y conseguir las llaves de una vieja camioneta.
“Es tanto el coraje del Gobierno que no tuvo compasión y venían a matarnos, porque las casitas ya estaban llenas de humo. Aquí mi perro quedó muerto y mi gallina, mis otros animales están enfermos. Los policías gritaban: ‘¡muévanse viejas huarachudas! ¡Vayan a atender a sus maridos!’. Eso insultó a los compañeros que estaban defendiendo la colonia en la entrada”, cuenta.
Juana logró regresar por los niños y con la ayuda de dos o tres mamás los subió a una camioneta y los sacó del lugar. Viajaron casi siete kilómetros, llegaron a un pueblo cercano, pero como no había medicamentos siguieron hasta llegar a San Andrés Sinaxtla.
Ahí los recibió una enfermera y les brindó atención médica durante una semana. Juana se quedó con los niños de la comunidad hasta que muchos de ellos lograron mejorar.
“Mi hija duró tres días desmayada, en coma, no despertaba. Luego se paró, pero ahora tiene diarrea. Espero que poco a poco se vaya aliviando”, dice.
El hijo de 10 años de Juana también sigue en enfermo y lo sucedido ese día dejó secuelas en los niños.
Lorena López tiene dos hijos. Uno de cinco años y otro de siete y como le sucedió a los hijos de Juana, sus niños no han podido superar lo que vivieron ese domingo.
“Mi hijo más chiquito lloraba, le ardían los ojos. Cuando llegó a Sinaxtla les dieron atención a mis dos hijos, pero al siguiente día se soltaron del estómago los dos. Los niños quedaron mal. Mi hijo el menor, de cinco años, se fue con su abuela porque tiene miedo. Cree que va a venir la policía a matarlo y no le he podido quitar esa idea de la cabeza”, dice.
Uno de los padres que habitan la colonia 20 de Noviembre coincide con Juana y Lorena. Su hija pequeña tiene miedo y pesadillas desde ese día. En hombre asegura que se le ocurre una especie de locura: “¿Por qué no vienen ellos en paz y hablan con los niños? Que vengan a jugar con ellos, que les hablen, para que se les quite de la cabeza tanto miedo”.
Kevin, un niño de 10 años con manchas blancas en la cara por falta de nutrientes, asegura que cuando llegaron los federales él corrió hacia la nopalera.
“La señora de ahí nos dijo: ‘¡salgan!’ y corrí. Luego sacó su camioneta y nos subió y nos llevó a otro pueblo. Nomás de eso me acuerdo”, dice.
La escuela del campamento 20 de Noviembre, donde no hay electricidad, ni drenaje, ni banquetas, ni pavimento. Foto: Cri Rodríguez
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En la colonia 20 de Noviembre el frío se cuela por las ventanas de las casuchas de lámina y de madera, incluyendo el aula que funge como jardín de niños de preescolar y el cuarto de cemento de concreto con lámina galvanizada en donde se ubica la escuela primaria o el Centro de Salud. Ahí todo es de cartón, las puertas son de triplay o de trapo y los baños son letrinas. No hay electricidad. Las familias se levantan en cuanto sale el sol para aprovechar la luz y por las noches se alumbran con veladoras.
En el lugar no existen las banquetas, adoquines o pavimento. Las calles son de tierra y cuando llueve se convierten en un lodazal difícil de sortear. Pero las familias que habitan el lugar aguantan motivados por lograr obtener un pedazo de tierra que está en disputa desde hace años y que no ha podido regularizarse.
Como Juana, que desde hace cinco años vive en el lugar, otros pobladores suman siete o seis años de vivir sin drenaje, agua potable y energía eléctrica. Son familias desplazadas por la pobreza de diversas comunidades de Oaxaca.
“Si queremos un pedazo de tierra, tiene que vivir aquí, porque si uno se va nos dicen que no necesitamos entonces el terreno. Pero ni así, ya ve, este terreno no es nuestro, si nos sacan de aquí, vamos a seguir buscando dónde meternos”, dice Ana López, la madre de la pequeña Dolores.
En la colonia 20 de noviembre sus habitantes deben sembrar lo que comen: calabaza, elote, ejote. Cuidar de las gallinas que proveen de un huevo para el desayuno o ir a buscar “hierbitas” para vender por unos pesos entre los vecinos.
Los niños, las mujeres y los ancianos trabajan igual que los hombres. Todos buscan el alimento día con día. Como lo hace Carlos Pacheco López de 74 años, Alvara Morelos López de 71, Juana, Ana o María. La misma Dolores y sus hermanos gemelos.
“Aquí vivimos con unos 300 a la semana, 100 son para pañales y leche de mi nena. Compramos poquito, comemos lo que sembramos”, dice María Auxiliadora Pacheco.
María tiene seis hijos, entre ellos una niña de nueve meses. Vive como el resto de los pobladores: en una vivienda de lámina de cartón.
Las mujeres de la colonia cuentan lo que tienen que hacer todos los días para alimentar a sus hijos. Ana López, por ejemplo, cultiva su maíz.
Ana es la madre de Valeria, la hermana de Dolores con capacidades diferentes que no pudo correr el día del ataque. A su hija, dice, no pudo realizarle unos estudios médicos que le costaban mil pesos.
“Si no tenía esos mil pesos, no le hacían nada y pues así se quedó. No tenía yo ese dinero, apenas comemos, el kilo de tortilla está carísimo. Aquí yo compro mi agua al mes, a veces me dura, a veces no. Mi kilo de frijol”, dice.
Los niños de la 20 de Noviembre desayunan tortilla con sal. Cuando hay, sus madres les guisan algunas calabazas.
“Yo le dije a mi esposo: ‘aquí vamos a tener que sembrar para poder comer’. Por eso tengo mis gallinas, tenía cuatro, con el gas se me murió una y pues ya es un huevito menos diario para mis niños. Aquí yo les hago una calabacita, si hay frijol, le pongo. Si las gallinas pusieron sus huevos, ya comen eso”, dice Juana.
Juana vive con 200 pesos a la semana.
“Y eso nosotros que más o menos tenemos. Aquí he visto la necesidad grande de los niños que a veces andan buscando barrer, para que les den un peso, dos. A veces se van a juntar hierbitas y me dicen: ‘doña Juana le traigo unos quelites”. Buscan la manera los chiquitos. Las mamás igual se van a los ríos y buscan berros, ocote, huaje”, comenta.
La escuela primaria es un salón con paredes de cemento. Eso para los habitantes de la colonia es un avance. El aula está techada con lámina galvanizada, tiene unos cuantos pupitres y el material didáctico es escaso. Algunos cuentos cuelgan de unas cuerdas y en la decoración solo resaltan unas cuantas letras y trabajos manuales de cartón.
Esa escuela aún no tiene clave. Los habitantes de la colonia prefieren que sus hijos estudien en el lugar a enviarlos a la primaria más cercana ubicada a unos metros, pero con una carretera como división. “Aquí hay una arriba, pasando la carretera que cruza y no quisimos que los niños estuvieran cruzando. Por eso pedimos una escuela aquí”, dice Lorena, del Comité de padres de familia.
En la colonia 20 de Noviembre se hace medio día. La hora de la comida, pero nadie llama a sus hijos. Los niños juegan con los perros, corretean o acompañan a sus madres mientras trabajan la pequeña parcela familiar que les da uno o dos elotes al día. Aunque son ya las dos de la tarde, para ellos aún es temprano para comer. En el lugar se come sólo dos veces durante el día. Por lo general, el segundo alimento es al caer el sol.
Fuente: Sin Embargo
Autora: Shaila Rosagel
http://www.sinembargo.mx/11-07-2016/3064934