Veo a un chavo, todavía con los guantes polvosos, el casco sobre los ojos y una pequeña pala en la mano, dormido. Sólo lo ha vencido el sueño. No lo ha hecho ni la ciudad sonando día y noche a ambulancia, a policía, a las radios, ni los encasquetados de la Marina tratando de impedirle el paso a su derrumbe.
Es suyo. Conoce cada piedra, cada varilla, cada grieta. Sabe qué hacer exactamente y en cada instante porque no depende de un plan o un protocolo de “experto”. Él sabe que los que alcanzaron a salir del edificio le dijeron que trabajaban ahí 60 personas, no 28, así, sin nombres, como asegura la autoridad. Él sabe que Javier, el que está allá, tomando agua, ha tenido los ojos llorosos desde las tres de la tarde hasta el anochecer porque no encuentran a su hermano, Gustavo. Siente la frustración de golpear con un mazo la losa sólo para encontrar abajo una igual.
Es suyo. Conoce cada piedra, cada varilla, cada grieta. Sabe qué hacer exactamente y en cada instante porque no depende de un plan o un protocolo de “experto”. Él sabe que los que alcanzaron a salir del edificio le dijeron que trabajaban ahí 60 personas, no 28, así, sin nombres, como asegura la autoridad. Él sabe que Javier, el que está allá, tomando agua, ha tenido los ojos llorosos desde las tres de la tarde hasta el anochecer porque no encuentran a su hermano, Gustavo. Siente la frustración de golpear con un mazo la losa sólo para encontrar abajo una igual.