Aquel lunes 11 de abril de 2011, en la calle Constituyentes del fraccionamiento Las Fuentes, al noroeste de la ciudad de Durango, policías federales y militares cercaron con dos camionetas, una tanqueta y con cinta amarilla un precario taller donde se reparaban radiadores. Adentro, el ruido de la retroexcavadora nos impedía escuchar la conversación entre unos agentes ministeriales que usaban guantes y que, encima de sus uniformes negros, traían puestas batas blancas. A esos agentes les tocaba apilar los cadáveres que, de un hoyo del tamaño de una tina de baño, extraía la pala dentada con la que muerde la máquina retroexcavadora, mejor conocida como mano de chango.
Al operador del armatoste amarillo se le notaba su falta de pericia a la hora de flexionar el brazo mecánico, pero era más evidente a la hora de sacar los cuerpos porque los despedazaba. Junto con los terrones de tierra, caían cuerpos partidos por la mitad, cuerpos que, en unos casos, todavía parecían estar frescos, cuerpos mutilados, pedazos. Ese día rescataron cuatro cadáveres pero, conforme pasaron las horas, fueron saliendo más.