En 2010 el gobierno de México privatizó la mitad del sistema penitenciario federal. Asignó contratos por 20 años a empresas para que construyeran, operaran y mantuvieran ocho cárceles con la promesa de que, a la larga, serían instalaciones más seguras para los internos, con mejores esquemas de readaptación, y a su vez con una menor carga económica para el Estado.
Una década después los datos oficiales revelan que nada de esto ha ocurrido. Mientras dichas “cárceles privadas” absorben casi el 80% del presupuesto destinado al sistema penitenciario – aunque albergan la mitad de los reos – sus internos reportan las mismas deficiencias en cuanto a servicios, espacios, programas educativos, oportunidades de crecimiento, amenazas y corrupción, entre otros.