Anderson Caviedes miraba por el cristal y se culpaba una y otra vez por no haber introducido un par de billetes de 100 dólares en su pasaporte, cuando horas antes se lo entregó al agente de migración. Ya conocidos suyos le habían dicho que lo hiciera en el puesto de Migración, cuando aterrizara en el aeropuerto de Cancún.
Estaba convencido de que, de haberlo hecho, ya estaría fuera de la terminal aérea junto con su hermano, continuando su camino hacia la frontera sur de Estados Unidos, y no encerrado bajo llave en una sala del aeropuerto.