Son las 8:30 de la mañana en Tegucigalpa, la capital de Honduras. Michel Alejandro, un migrante venezolano de 24 años, aún tiene los ojos hinchados por el sueño. No ha dormido bien, como sus decenas de compatriotas que pasaron la noche en la calle, refugiados en la explanada del Congreso hondureño. Ahí les dijeron que al menos estarían algo más a salvo de las pandillas, de las ‘maras’ que se apoderaron de la ciudad y de todo un país donde ejercen violencia extrema.
Junto a un puestecito pintado de rojo, donde cuelgan portadas de nota policiaca con enormes letras que anuncian noticias como “Mara asesina a joven cuando amamantaba a su bebé”, Michel, que era estudiante universitario antes de abandonar su tierra, se coloca en el cuello una desgastada bandera de Venezuela: amarilla, azul y roja.