Alfredo no conoce el fentanilo, pero sí la piedra. Casi todos los días consume esta mezcla de clorhidrato de cocaína y bicarbonato de sodio en la azotea de un edificio en la delegación Álvaro Obregón. Él no vive ahí, pero desde algunos años es el único lugar donde se siente seguro para preparar su dosis. Detrás de él llegan otros dos sigilosos consumidores habituales.
La azotea huele a ropa recién lavada y a mierda de perro seca. Una lámpara fluorescente parpadea sobre trazos caóticos en la pared. Hace unos minutos compraron por 50 pesos algunos “piedrulces” que les permitirán terminar el día “de a padrino”. Para ellos, el ritual de conseguir un envase es casi tan importante como fumar.