El niño tiene cuatro años y repite lo que dice su madre, como un loro, jaleado por ella y sus tías. “¡Justicia, justicia!”, grita el pequeño, que se llama como su padre, Adán Coronado. No sabe lo que dice, claro, pero provoca un efecto en las mujeres, sobre todo en la madre, Leticia Morales, que pasa de la risa al llanto varias veces en cuestión de minutos. Tiene una duda, Morales, una duda que atraviesa su garganta y tarda en salir, pero que cuando lo hace, se convierte en cascada: “¿Y él estaba vivo cuando lo quemaron?”.
La mujer escucha que no, que ya había muerto. Llora. Llora de alivio, o una mezcla de alivio y algo más. Se ríe. La mayor parte de los detalles que le han llegado sobre la muerte de su esposo son chismes de redes sociales. En la trastienda de la ferretería donde transcurre la charla, Morales y sus hermanas hablan unas encima de las otras. Una de las hermanas dice varias veces que “Leti necesita ayuda psicológica”. Morales ríe, llora y levanta la voz. Se va más lejos en la trastienda del negocio familiar, vuelve y empieza a hablar. Como si no hubiera pasado nada. “¿Usted sabe cómo murió?”, dice.