El país que por unos días puede conmoverse e indignarse ante ciertos crímenes que recuerdan el horror que nos circunda y somete, ha sido incapaz de exigir y respaldar una verdadera política de Estado para limitarlo.
Según la teología, el infierno es eterno. Nadie, una vez entrado en él, puede escapar de sus entrañas. Lo resume de manera sobrecogedora la inscripción con la que Dante se topa al llegar a su puerta: “Por mí se va a la ciudad doliente/ por mí se ingresa en el dolor eterno, / por mí se va con la perdida gente/ (…)/ olvidad toda esperanza”.
Hoy no sabemos si ese infierno, en el que creían los medievales, existe. Sabemos, en cambio, que su descripción cobró forma en los sufrimientos y tormentos que los seres humanos solemos infligirnos unos a otros. Kant lo dijo mejor al señalar que sus horrores son una fuerza encarnada en el tiempo y la historia.