La democracia liberal representativa está en la más severa crisis de su historia. Hasta allá la ha llevado el propio modelo económico que la creó: el capitalismo, ahora radicalizado en la que los Estados sólo son carceleros y protectores de los verdaderos amos: las trasnacionales. Informe de Latinbarómetro señala que los latinoamericanos son los más insatisfechos con su “democracia”. México, el peor.
En 2014, parafraseando a Marx y Engels, el politólogo alemán Wolfgang Merkel dice lo siguiente: “Un fantasma recorre el mundo democrático y ya no puede ahuyentarse: el fantasma de la crisis de la democracia”. Apoyándose en Colin Crouch, agrega la posibilidad de que ésta haya dejado atrás su pico de esplendor y lentamente se esté acercando a las estructuras y los procedimientos exclusivos de las elites de las épocas predemocráticas.
La crisis se manifiesta en lo que considera “las instituciones centrales de la democracia representativa: las elecciones, los partidos y los parlamentos”, que han “perdido su capacidad integradora y de convicción”, y se refleja en tres planos: 1) el de la participación, con la caída de la participación ciudadana en los procesos electorales y en la afiliación partidaria, entre otras formas de intervención política; 2) el de la representatividad, ante la pérdida de confianza ciudadana en instituciones como los partidos políticos o el parlamento, donde predominan los intereses de las clases más altas sobre los del tercio inferior de la sociedad; 3) y el gubernamental, donde el parlamento y los gobiernos han perdido poder, tendencia agudizada en los tiempos de la desregulación de los mercados nacionales, la globalización neoliberal y la integración económica mundial.
Lo anterior ha llevado a plantear preguntas como las siguientes: “¿Quién gobierna en realidad en el siglo XXI? ¿Los gobiernos elegidos por nosotros, legitimados por nuestro voto, o los mercados internacionales, los bancos centrales, los burócratas y los regímenes supranacionales?” (Democracia directa, 2014).
En realidad, Merkel sólo recupera lo que se ha convertido vox populi desde hace varias décadas, debido al creciente malestar social en contra del funcionamiento del capitalismo.
Los movimientos sociales de 1968, entre ellos el estudiantil de México –que, a decir de Immanuel Wallerstein– fueron “una revolución en y del sistema-mundo”, pusieron de relieve las contradicciones inherentes del capitalismo, en el ocaso de su llamada “edad de oro” (1945-1973), la única en su historia. (1968, revolución en el sistema-mundo. Tesis e interrogantes, 1989). Justo cuando registraba sus mejores resultados socioeconómicos y que presentaban al capitalismo como sinónimo de la democracia representativa-electoral pasiva, en oposición régimen comunista que se calificaba de autoritario.
La confianza en el capitalismo descansaba en la estabilidad económica con el crecimiento de pleno empleo keynesiano nunca alcanzado hasta ese momento, la mejoría de los salarios reales y el estado benefactor que atenuaba las desigualdades sociales, al garantizar una renta mínima a los sectores desfavorecidos, al margen de sus ingresos y patrimonio, el acceso a los servicios sociales básicos como la salud o la educación, y reducir la inseguridad, con los seguros de desempleo y de pensiones. Esto por medio de la redistribución del excedente económico (impuestos progresivos, precios de bienes y servicios subsidiados y gasto social expansivo), los egresos contracíclicos; la regulación, la planeación económica.
Sobre ese diseño se asentaba la legitimidad, la credibilidad y la relativa estabilidad política del sistema, que desalentaba el descontento y los ímpetus revolucionarios de la población, y que se profesaba perenne, aunque a cada tanto requiriera ser reforzado con la contundencia del garrote.
Al menos así se creía.
Porque, sorpresivamente, para los gobernantes, estalló la cólera internacional que cuestionaba al sistema, sus éxitos y guardianes, los partidos de derecha y de la vieja izquierda. La violenta hegemonía estadunidense (la agresión a Vietnam y otros países). Los valores mercantiles del capitalismo. La desigualdad social y la marginación popular. La exclusión política (racial, los derechos de las mujeres, la diversidad sexual, en la toma de decisiones). Las restricciones a las libertades civiles (de expresión, de reunión). El descrédito de la democracia electoral representativa. Para los descontentos de esos años el capitalismo es la negación de la simultaneidad en la igualdad, la libertad y la democracia.
París y otras regiones del mundo fueron una fiesta juvenil-estudiantil-obrera sofocada con baños de sangre. “Pero triunfó el 68 –dice Wallerstein– si lo consideramos como una manera de quebrar el imperio de la geocultura liberal que dominaba el mundo”.
Al respecto escribió Wallerstein en 1998: “El liberalismo es una ideología de centro. Es el esfuerzo de frenar el movimiento democrático, el surgimiento popular que existe de manera importante al menos desde hace 2 siglos, y de dar cierta dosificación de concesiones de manera racional. El 68 [fue] una protesta cultural, intelectual de la izquierda social contra el liberalismo. Fue el dogma que cayó en el 68. El liberalismo se [apropió] de la palabra democracia, pero [fue] una ideología antidemocrática, [que limitaba] la democracia. Una de las maneras en la cual se limita a democracia puede definirse como el sistema de elecciones. Las elecciones mismas forman parte mínima, forman parte de la democracia, [pero] no es lo esencial. Está lejos de serlo. El problema actual es reivindicar la democracia como reivindicaciones serias, operacionales”.
El neoliberalismo capitalista destruyó el edificio levantado por el liberalismo y dejó sin máscaras la crudeza antisocial y antidemocrática decimonónicas que privan en el capitalismo desde hace poco más de 40 años.
En 2000, cuando estallaba la burbuja especulativa de las empresas de alta tecnología, el capitalismo global se precipitaba hacia una nueva recesión, y no tardaba en llegar el estado policiaco que recortaría las libertades civiles (2001), el politólogo inglés Colin Crouch acuña el concepto “posdemocracia”.
Por él entiende “el aburrimiento, la frustración y la desilusión” arraigados “tras un momento democrático”; en el que “los poderosos intereses de una minoría cuentan más que los de las personas corrientes a la hora de hacer que el sistema político las tenga en cuenta; aquellas situaciones en las que las élites políticas han aprendido a sortear y a manipular las demandas populares y las personas deben ser persuadidas para votar mediante campañas publicitarias” (Posdemocracia, 2000).
“Posdemocracia”, según Crouch, no implica un retroceso directo hacia las cavernas autoritarias del capitalismo, sino una evolución en forma de parábola. “Nos movemos en la dirección opuesta, nos situamos en un punto diferente del tiempo histórico y llevamos con nosotros la herencia de nuestro pasado reciente”.
La trivialización de la democracia, derivada de la crisis estructural de la representación en los sistemas democráticos y de la crisis de las políticas igualitarias, que se manifiesta de varias maneras:
1) El hartazgo y el desencanto de la población que se expresa en los altos índices de abstencionismo electoral y la caída en los niveles de satisfacción con el funcionamiento de la democracia en el mundo. “La generalizada sensación de desencanto y de decepción”, reflejada en la participación pública y las relaciones entre la clase política y los ciudadanos, es consecuencia de la relación entre “los gobiernos y unas elites que representan los intereses de las empresas”.
Es difícil concederle la dignidad de democracia cuando [este] componente democrático” se limita a la simple celebración de elecciones, a un simple espectáculo mediático, carente de contenido, operado por profesionales en técnicas de persuasión, que reduce el papel de los ciudadanos a participantes ocasionales, manipulados, pasivos y apáticos.
Bajo esa lógica, dice Crouch, todo se reduce a “política basura”.
2) El descrédito de las élites políticas, calificadas como “tenderos” que tratan de adivinar los deseos del cliente para seducirlos y mantener a flote sus negocios. “Las élites representan exclusivamente los intereses de las grandes empresas”.
3) Los problemas de legitimidad de los partidos políticos, sometidos a la presión de los grupos económicamente poderosos.
4) El descrédito de los gobiernos electoralmente elegidos, merced a que sus políticas se desarrollan en las penumbras, en interacción con unas élites que, abrumadoramente, representan los intereses de las empresas; al sometimiento de sus tareas a una economía capitalista sin restricciones; la adopción de una agenda definida por los intereses empresariales que debilitan la importancia política de los trabajadores, transformado en mano de obra barata; el diseño institucional de las corporaciones impuesto al funcionamiento del Estado, cuyo “papel es reducido” al de “carcelero”.
“El creciente poder político de las empresas sigue siendo el principal efecto del avance de la posdemocracia”.
El politólogo italiano Norberto Bobbio dice por su parte: “una de democracia formal puede favorecer a una minoría restringida de detentadores del poder económico y, por lo tanto, no ser un gobierno para el pueblo”.
5) La crisis de la política igualitaria y el retorno de la desigualdad social que atenuó el Estado de bienestar. Las necesidades de la población han sido subordinadas a las exigencias de las corporaciones, del sistema capitalista radical.
6) El Estado, la democracia y los intereses colectivos son víctimas de globalización que ha aumentado sus restricciones. En este contexto, mientras que el marco formal de la democracia se mantiene, la ciudadanía pierde gran parte de su autonomía real, lo que ha provocado que la desafección política de la población.
La democracia: un escurridizo pez
Pero qué es esa “democracia liberal representativa” que se encuentra en crisis, con problemas de credibilidad y legitimidad, en la que ya nadie cree en ella, como dice el Tariq Ali, de origen paquistaní. Sobre todo después del colapso sistémico del capitalismo de 2008, donde gobiernos, de derecha –impuestos por decreto, al margen de la población, en una especie de golpes de Estado técnicos– y de izquierda, han impuesto las políticas fondomonetaristas antidemocráticas y antisociales. Como en su momento lo hicieron los gobiernos “democráticos” postdictaduras y autoritarios en América Latina, como Carlos Menem (Argentina) y ahora Mauricio Macri, Alberto Fujimori (Perú), Fernando Henrique Cardoso (Brasil), Carlos Andrés Pérez (Venezuela), Sánchez de Losada (Bolivia), Lucio Gutiérrez (Ecuador) o, en México, de Carlos Salinas de Gortari a Enrique Peña.
Como dijo Robert Dahl: existen tantos enfoques diferentes sobre la democracia que cada uno lo usa a conveniencia.
El concepto de “democracia” es ambiguo, como un pez escurridizo que se escapa entre las manos y cada cual lo usa como una piel de cordero para justificar decisiones a menudo antidemocráticas.
Sin embargo, si consideran los señalamientos de especialistas como Norberto Bobbio, Robert Dahl, Giovanni Sartori, David Held, Jürgen Habermas, Crawford B Macpherson y Arent Lijphart, entre otros teóricos, se pueden definir algunos de sus rasgos básicos.
Por “democracia”, en su acepción básica, se considera a forma de organización social que atribuye la titularidad del poder al conjunto de la sociedad, “el derecho inalienable a gobernarse a sí misma por medio de un proceso democrático” como diría Dahl.
Algunos principios fundamentales y criterios ideales del proceso en consenso son: la libertad, la igualdad sociopolítica y económica, la justicia, la soberanía popular. El voto igualitario, el pluralismo político, el principio mayoritario, la participación efectiva, el derecho a ser votado, el control sobre la agenda sobre las decisiones que se adoptarán, la inclusión.
La separación de poderes y la vigencia del estado de derecho: respeto a la constitución, sometimiento al imperio de las leyes, rendición de cuentas; la plena división y el equilibrio de poderes; un Poder Ejecutivo elegido democráticamente regularmente por las mayorías, primer garante de la Constitución, ceñido a ella y respetuoso de la misma; un Poder Legislativo autónomo elegido por los votantes, donde el Congreso funciona como arena política de deliberación, negociación, de consenso y de establecimiento de acuerdos, como contrapeso del Ejecutivo; un Poder Judicial soberano, elegido democráticamente, y no en calidad de siervos como ocurre en México, garante del estado de derecho y de contrapeso de las tentaciones autoritarias de los otros dos poderes del gobierno.
Esa es la democracia madisoniana recordada por Dahl: los mecanismos de freno del poder, el ideal constitucionalista: el estado limitado por el derecho o del gobierno de la ley contra el gobierno de los hombres.
El respeto constitucional a los derechos básicos: la libertad de expresión, de reunión, de prensa, la defensa de los derechos humanos, que incluya un marco institucional, de protección a las minorías, la heterogeneidad social, de credo.
La existencia de mecanismos institucionales para canalizar y resolver los conflictos sociales, neutralizar los grupos antidemocráticos, que promuevan las formas de inclusión, representación y participación de las organizaciones que actúan al margen de los partidos.
En la democracia burguesa representativa, de delegación, pasiva, el sistema electoral y de partidos adquieren gran relevancia, bajo ciertos principios elementales: la existencia de normas legales que garanticen la libre participación partidaria y ciudadana, en igualdad de circunstancias, que castiguen severamente las violaciones a las mismas; la realización de elecciones periódicas y libres, la alternancia partidaria en el gobierno; la formación de partidos que encarnen la pluralidad de una nación, al margen de los poderes fácticos, con libertad de asociación, de expresión, de acceso equitativo a los medios de comunicación.
Los puntos señalados son algunos de los elementos mínimos que aseguran la estabilidad, la legitimidad, la credibilidad de democracia burguesa y del capitalismo, de un poder como derivado del pueblo, condicionado y revocado por elecciones libres, abiertas y recurrentes, la antítesis del poder derivado por la fuerza.
Para Dahl, sin embargo, esos elementos son políticamente insuficientes si no se considera la democracia, la justicia, la libertad y la independencia económica, definida por la distribución más justa de la riqueza, el acceso igualitario al empleo, la educación, la salud o una vejez digna, entre otros satisfactores; el control de los monopolios, entre otros aspectos.
Por desgracia, esos rasgos ideales de la democracia nunca podrán ser plenamente ofrecidos por el capitalismo.
“Too late and too little”: “Demasiado tarde y demasiado poco”
En el Informe 1995-2015 de Latinobarómetro se señala: “Las democracias latinoamericanas tienen un déficit de estructura para recibir las demandas de más democracia, no necesariamente un déficit de demanda de más democracia”. “Los latinoamericanos son los más insatisfechos de la Tierra con su democracia”
Con diferencias nacionales, la región muestra un deterioro en la credibilidad y legitimidad de los gobiernos, el ingreso, el Poder Judicial y los partidos, debido a las promesas insatisfechas en la distribución del ingreso y la riqueza, la protección y las garantías sociales, las oportunidades, la igualdad ante la ley, la justicia o la seguridad ciudadana; la percepción de que se gobierna para una minoría, que los partidos y el parlamento no representan plenamente los intereses de los votantes; la corrupción que permea al estado.
Esas y otras anomalías evidencian la insatisfacción social con la democracia. Pese a ello, no deja de llamar la atención que la denominada “tercera ola democrática” que siguió a las dictaduras militares y los regímenes autoritarios, los países que registran los mejores resultados económicos, sociales y en el respeto de las libertades cívicas y políticas, son los gobiernos progresistas. Justo aquellos que la derecha, entre ella la priísta-panista, han descalificado como “populistas” por haber desertado del consenso neoliberal.
En contraste, agrega Latinbarómetro, que “las alternancias en el poder ocurridas luego de décadas de hegemonía de un partido, tal como los casos de México y Paraguay, [no] han tenido una evolución esperada”.
Entre los 18 países analizados, México arroja los peores en materia de democracia. Los datos pueden verse en el cuadro anexo.
Los cuatro países con los niveles más altos de apoyo a la democracia y con mejor calidad en los procesos electorales, con más de la mitad de la población, son los “populistas”: Venezuela, Uruguay, Argentina, Bolivia y Ecuador.
En promedio latinoamericano, sólo el 37 por ciento de los encuestados se siente satisfecho con la democracia, es decir, con sus resultados. En el caso de las elecciones, el 47 por ciento considera que éstas son limpias.
En ambos casos, México registra un 19 por ciento y 26 por ciento. Son los peores porcentajes del subcontinente.
Esa desconfianza ha provocado que la participación de los mexicanos en las elecciones se ubique por debajo del promedio regional y de la mayoría de los países latinoamericanos.
Mientras que entre 2002 y 2015 se ha elevado la aprobación presidencial de 35 por ciento a 47 por ciento, en México avanza en sentido contrario: cayó de 47 por ciento a 35 por ciento.
La historia se repite con el Congreso. En promedio, apenas el 23 por ciento de los latinoamericanos se sienten representados por éste. En México el 17 por ciento.
Los partidos políticos no quedan mejor parados.
En promedio, el 40 por ciento de los ciudadanos de la región se sientan cercanos a algún partido político, aunque el porcentaje cayó de un máximo de 45 por ciento a 37 por ciento en 2013.
En México el 32 por ciento guarda alguna identificación partidaria. En Uruguay, el 72 por ciento, la tasa más alta.
La legitimidad nacional está por el suelo.
En 2015, el 28 por ciento pensaba que se gobierna para el bien de todo el pueblo. En México únicamente el 21 por ciento.
La repulsa ha sido ganada a pulso.
El 64 por ciento piensa que los gobiernos no son transparentes en sus funciones, en América Latina; el 74 por ciento en México. En cada caso, el 21 por ciento y el 28 por ciento señalan el problema de la corrupción. Regionalmente, el 33 por ciento supone que se han logrado algunos avances oficiales logrados en su erradicación; en México el dato es de 19 por ciento.
Del lado de la justicia distributiva, en promedio, en 2013 el 25 por ciento creía que la distribución de la riqueza era más justa; en 2015 sólo lo pensaban el 22 por ciento. En México pasó de 19 por ciento a 17 por ciento.
Según los resultados de Latinbarómetro, México es tierra de desconfianza en el sistema político, los gobernantes, el Congreso, los partidos políticos, el Poder Judicial.
Qué otra cosa podría esperarse con la debilidad de las garantías sociales, la pobreza en las libertades cívicas y políticas, la falta de transparencia, la corrupción, los viciados procesos electorales, una justicia a modo y los resultados económicos y sociales.
Fuente: Contralínea
Autor: Marcos Méndez
http://www.contralinea.com.mx/archivo-revista/index.php/2016/03/23/mexico-entre-las-peores-democracias-del-continente/