En noviembre de 1984, el Ejército aseguró este predio de más de 3 mil hectáreas, donde decomisó mariguana por un valor estimado de 8 mil millones de pesos. El caso exhibió los nexos de organizaciones delictivas con agentes de la DEA, así como con mandos militares y del gobierno federal para producir enervantes desde Guerrero hasta Baja California a fin de abastecer el mercado de Estados Unidos.
Margarito Guerrero recuerda esa historia para sostener su esperanza de que, a más de 18 meses de la desaparición forzada de los normalistas de Ayotzinapa, su hijo Jhosivani Guerrero de la Cruz y sus compañeros continúen con vida. Tal vez, dice, lo hayan forzado a trabajar en un campo de droga controlado por la delincuencia y tolerado por el gobierno, como le sucedió a él en los ochenta.
El hombre de duro semblante y piel curtida por el sol narra la singular anécdota sobre su cautiverio en aquel campo de producción de mariguana en Chihuahua, que utilizaba mano de obra esclava y donde él conoció a Joaquín El Chapo Guzmán cuando el sinaloense todavía era uno de los “mayordomos” que vigilaban a los trabajadores del rancho, administrado por el cártel de Guadalajara.
Poco se sabe de este pasaje temprano de la carrera delictiva del Chapo, quien tras la detención de su mentor Rafael Caro Quintero se convirtió en líder del Cártel de Sinaloa y, tras dos espectaculares fugas que volvieron a exhibir las complicidades entre funcionarios y narcotraficantes, actualmente se encuentra preso en el penal federal del Altiplano.
Hasta el momento don Margarito sólo ha compartido lo que sabe con gente de su confianza, pues considera que políticos y autoridades se dedican a desprestigiar a toda costa a los padres y los activistas que impulsan el movimiento social para exigir justicia en el caso Ayotzinapa y la presentación con vida de los estudiantes desaparecidos.
No obstante, considera que la situación en Guerrero y el resto del país sigue igual o peor que hace 32 años, es decir, que los campesinos y los más pobres son usados y desechados por autoridades y delincuentes para beneficiarse a costa del sufrimiento de los demás. Por eso decidió contar su historia.
Proceso entrevistó a don Margarito el 25 de marzo, después de una procesión religiosa en las calles de esta capital, en la iglesia de Santa María de la Asunción, donde los padres y otros familiares de los 43 estudiantes afirmaron que las élites política y económica del país les han impuesto una pesada cruz al ocultar deliberadamente información sobre el caso con el fin de proteger a los sicarios y a los agentes del Estado que incurrieron en graves violaciones a los derechos humanos.
“El gobierno sabe que existen lugares donde esa gente (el narco) tiene a personas inocentes trabajando para ellos”, dice el padre de Jhosivani Guerrero.
En la plaza central Primer Congreso de Anáhuac de Chilpancingo este semanario le preguntó su opinión sobre el anuncio del subsecretario de Gobernación, Roberto Campa, de que se otorgará la reparación del daño a las víctimas directas o indirectas del caso Ayotzinapa a partir de un Diagnóstico de Impacto Psicosocial.
En septiembre pasado, la Procuraduría General de la República (PGR) dio a conocer que Jhosivani había sido el segundo estudiante de Ayotzinapa identificado por los expertos de la Universidad de Innsbruck, a partir de las muestras de restos óseos que envió la dependencia federal. La primera víctima identificada por este instituto austriaco fue Alexander Mora Venancio el 7 de diciembre de 2014.
Pero Margarito Guerrero señala que él y su familia siempre han rechazado la versión oficial de que su hijo está muerto.
Esclavitud en Chihuahua
En 1984 Guerrero partió con siete amigos del pequeño poblado mezcalero de Omeapa, municipio de Tixtla, rumbo a los campos agrícolas del norte del país. Se unieron a unos 300 jornaleros procedentes de comunidades rurales y marginadas de la Montaña guerrerense.
En ese tiempo aún no nacía Jhosivani, el menor de los siete hijos de Martina de la Cruz y Margarito Guerrero.
El enganchador les había ofrecido 100 pesos diarios por trabajar en la pizca de manzana. Aceptaron y se fueron en un camión desvencijado. Tras varios días, llegaron a un extenso campo agrícola.
Cuando se percataron que se trataba de un inmenso plantío de mariguana, sus reclutadores les dijeron, burlones: “Ahí está su manzana”. Nadie protestó o se quiso regresar, porque vigilaban el lugar hombres armados.
Don Margarito cuenta que también había unos empleados a quienes les decían “mayordomos” y se encargaban de vigilar a los trabajadores. Recuerda a uno de ellos: el joven Joaquín Guzmán, apodado El Chapo, quien, afirma, tenía buen carácter y trataba decentemente a los jornaleros.
“Eran muchos mayordomos. Imagínese: uno vigilaba a 80 campesinos, y éramos como 13 mil tan sólo en uno de los tres predios que conformaban el rancho.”
De esta forma, los 300 guerrerenses fueron obligados a sumarse al cultivo del estupefaciente que operaba bajo la protección gubernamental y del Ejército en la década de los ochenta, entre los municipios de Jiménez y Camargo, en el sur de Chihuahua.
Según informes periodísticos de esa época, el rancho El Búfalo estaba equipado con la mejor tecnología agropecuaria y fue detonante económico de los alrededores. “Había de todo”, confirma don Margarito, y describe los jornales a los que eran sometidos en ese ambiente, opuesto a la calidez de Guerrero:
“Trabajábamos de las cuatro de la mañana a las 12 de la noche. Los mayordomos nos daban tres cobijas por persona para aguantar el frío y las cambiaban a la semana porque apestaban a mariguana.”
Agrega que diariamente mataban tres reses, preparadas y servidas por 300 cocineros para alimentar a los miles de cosechadores.
Explica que cada uno tenía su función específica: unos campesinos se encargaban de sembrar, y cuando la mata ya estaba madura otros cortaban “las colitas o lo bueno” para separar las ramas, mientras otros más empaquetaban. Así producían 60 toneladas diarias de la yerba.
“Al otro día, cuando nos levantábamos a trabajar, ya no había nada. Toda la mariguana se la llevaban sepa a qué lugar y nosotros de nuevo a juntar la misma cantidad.”
Cuando se le pregunta si alguna vez intentó escapar, dice que no había posibilidades: “Uno que otro burló el cerco armado, pero llegando a los pueblos cercanos la misma gente los detenía y los regresaba al rancho. Por eso ya mejor te aguantabas y no decías nada”.
El castigo para los jornaleros que intentaban escapar del rancho era ponerlos a realizar las tareas más duras. Los mayordomos decían que les iban a permitir salir del rancho hasta que “cumplieran su contrato”.
“Nosotros nos preguntábamos: ¿cuál contrato? Si nos dijeron que nos iban a pagar 100 pesos diarios por cortar manzana, no mariguana”, comenta.
–¿Y al menos les pagaron los 100 pesos?
–No nos pagaron nada. Yo estuve un mes y medio en el rancho y no me dieron el dinero que nos prometieron.
Don Margarito cuenta que en noviembre de 1984, cuando el Ejército irrumpió en el rancho El Búfalo, todos los mayordomos y los hombres armados que tenían cercado el perímetro escaparon y dejaron solos a los jornaleros.
“Nos sacaron durante la noche. Algunas personas nos indicaban un sendero con lámparas desde los cerros y así caminamos toda la noche… hasta las seis de la mañana que llegamos a Falomir, donde los pobladores nos atendieron con agua y comida.”
El poblado de Estación Falomir, conocido también como Maclovio Herrera, está en el municipio de Aldama, en Chihuahua. Los soldados lo rodearon para llevarse a los jornaleros, entre ellos Margarito Guerrero, hasta un cuartel militar en la capital de Chihuahua, donde permanecieron cinco días.
Finalmente el gobierno trasladó a la Ciudad de México, en ferrocarril, a los jornaleros originarios del sur. Los 300 guerrerenses volvieron a su entidad en autobuses, donde todavía estuvieron detenidos unas horas, y después los dejaron libres.
Años después Margarito Guerrero decidió emigrar a Texas, donde vivió nueve años.
Fuente: Proceso
Autor: Ezequiel Flores Contreras
http://www.proceso.com.mx/436324/esclavizado-por-el-narco